José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Potencia, prepotencia e impotencia

12/06/2020

Abandonen cualquier esperanza –decía Dante– estimados tres lectores: a pesar del título no será hoy cuando desvele mis más íntimas capacidades o cuitas en la cama, que temo quedarán para otra ocasión.
Va el tema más bien de las declaraciones hechas hace unos días por el ciclista norteamericano Lance Armstrong en un documental sobre su vida. El tejano, ejerciendo de ello, nunca destacó por su diplomacia verbal, pero esta vez logra superarse. Para los que no hayan seguido el asunto y no sepan mucho de él, Armstrong es un personaje de película. Tras vencer en 1997 un cáncer terminal, ganó siete Tour de Francia seguidos, desde 1999 hasta el 2005, cuando se retiró a la edad de 34 años. En el 2009 volvió al ciclismo –finalizando tercero en el Tour–. El que en el 2012 se determinase que se dopaba con EPO (él mismo luego lo reconoció) y se le desposeyese de todos los títulos de su carrera desde 1998 no es algo que sea relevante en la anécdota de hoy, aunque seguro que guarda relación. En ese documental a Armstrong le preguntan por el motivo que le llevó a volver a la provecta edad de 38 años. Respondió que al ver ganar a Sastre la ronda gala del 2008 pensó: «¿Carlos Sastre? ¡Carlos Sastre! Dios mío. No es un campeón digno de ese evento. Si él puede ganar el Tour entonces yo puedo volver y ganarlo otra vez». 
Vaya por delante que mi asombro y enfado ante estas palabras nada tienen que ver con que el de El Barraco sea cuasi paisano –nació en Leganés–; lejos de mí un chauvinismo abulensista que no viene al caso ni creo positivo, serían iguales de haber sido otro. Con una estrategia que incluía construir a golpe de talonario equipos de superestrellas a su servicio, centrando su temporada solo en el Tour, era difícil discutir al americano su liderazgo en aquellos años dorados. Para alguien renacido de la quimio y de la radioterapia tuvo que ser una sensación de potencia, invulnerabilidad y supremacía cercana a la de un superhéroe. 
La potencia en el deporte es la capacidad para hacer algo ligada al talento, a la habilidad y a la fuerza; muchos aspiramos a ella para poder superar nuestros límites. Pero cuando entra en escena la competición, la comparación de potencias, entonces surge la prepotencia: según indica el diccionario «ser más poderoso que otros». Una acepción loable, pero que se desliza con una facilidad pasmosa hacia la segunda, «el que abusa de su poder o hace alarde de él», algo que, para ser evitado, necesita de una firme formación moral y de un humanismo de los que no todos están dotados. Rehuir la prepotencia no depende de los músculos, de la técnica, la destreza o el entrenamiento. Depende de la educación, de la actitud, de cómo se ha transitado por la vida y cómo se entiende a los demás. El auténtico campeón es capaz de juzgar sus logros bajándose del pedestal en el que le quiere encumbrar su ego y observando, valorando y sobre todo sabiendo siempre aprender del auténtico esfuerzo. No ganas al rival que adelantas; cuántas veces, sin saberlo, caes derrotado por él en el mismo momento en que lo superas.
Y es que me temo que en demasiados casos la potencia —y la prepotencia— encubre tan solo lo que de verdad define a una persona: la impotencia.