Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


La fortuna y el patrimonio inmaterial

27/10/2021

He estado viendo la serie última de Amenábar. Pongo en antecedentes por si alguien no la conoce y procuraré no explicar más allá de lo que deba sin destruir la trama. Básicamente es la historia que trajo aquel barco, recordarán, el Odissey, que rescató un tesoro español y hubo de devolverlo al reino de España hace unos ocho años, más o menos. Sobre aquella batalla que mantuvo el Estado por recuperar parte de su patrimonio hundido, se construyó un cómic o novela gráfica (que reconozco no haber leído) y sobre ésta, la serie en cuestión. El protagonista es un Tintín a la española, un chico listo metido en los entresijos de la política y el funcionariado patrio que debe luchar contra la empresa norteamericana y los vicios políticos y adminstrativos españoles. Amenábar ya nos sorprendió hace no mucho con su distancia intelectual acerca de la Guerra Civil... y, a mí particularmente, me ha vuelto a sorprender con una serie de aventuras en las que se retoma otro hecho histórico nacional: cuando se le ganó a una empresa norteamericana una parte de nuestra historia. Es verdad que la serie es mejorable. Quizá con algún episodio más se hubiese ganado en intriga; la historia de amor es prescindible, carente de interés y de poco desarrollo; el personaje del ministro podría haberse trabajado más... Pero es de las pocas veces que uno ha visto al cine español reivindicar esas cosas que, de cuando en cuando, nos salen bien como país frente a quienes pretenden manejar los hilos de nuestra historia desde fuera (y, algunas veces, desde dentro). Esto no va, por si alguien cree que el artículo va a derivar hacia lo patriótico, de españoles contra ingleses o americanos. Ni la serie tampoco, creo. Trata de la importancia que tiene el patrimonio cultural de una nación y de lo que trasciende a las ruinas. Trata de cómo se hace un país a partir de sus tradiciones, sus construcciones, sus fiestas y hasta sus comidas. En un artículo anterior decía que no creía en la idea de que una lengua construye una patria o una nación. Así me parece. Al menos no por sí sola. Dos pueblos que hablan la misma lengua pueden ser absolutamente diferentes si no comparten todo eso que llamamos «patrimonio inmaterial».  La lengua es sólo una parte. Hace no mucho, cuando la pandemia lo permitía, estaba uno en Italia. Con los amigos napolitanos hablaba uno en esa mezcla de dialectos del latín en la que te terminas comprendiendo en unas horas. Pero nada le hace a uno sentir más en casa que el sonido de las campanas y sentarse en un café. Son los sonidos, los sabores, los espacios... los que nos sitúan ante nuestra identidad colectiva. Señales tan sencillas como los diferentes cielos nocturnos, la diferencia que existe entre contemplar Orión o Casiopea en el hemisferio norte, en lugar de la Cruz del Sur. Nos hermanamos con un mexicano o un argentino, no tanto por lo que hablamos como por lo que hay en nuestras vidas de igual: los años compartidos, las historias que nos contamos de antepasados que marcharon a vivir allá y volvieron, la identidad religiosa o espiritual, la cocina que nos legaron, e, incluso, el sonido de las campanas. El cuidado de ese patrimonio es una responsabilidad compartida. Va uno a Francia y la preservación de sus recetas de cocina, de las antiguas casas de los pueblos, de sus ventanas tradicionales, de sus cultivos... es tarea de años y de personas. Aquí nos hemos llevado por delante las casas típicas de la Moraña o del Tiétar para construir espantosos bloques de ladrillo visto; han sucumbido las casitas de los viejos barrios de Ávila bajo el peso de la moda de las últimas décadas. Se han perdido los cuentos tradicionales empujados por los arquetipos fijados por Disney... Amenábar sólo ha hecho una serie, quizá una serie mejorable. Pero nos ha recordado la importancia de la herencia cultural en nuestra personalidad común. Y, a veces, esa identidad se construye contra otros, aunque sea sólo una empresa cazatesoros.