José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Arrugas

03/03/2023

La arruga es bella, decía Adolfo Domínguez. Pero hay quien la entiende decrepitud, pérdida de contacto con la adánica realidad, y se critica en estos días a algún protagonista de la Transición por las muchas que tiene, ahora que se lanza de nuevo no se sabe bien si a la arena política o a la de la pista central de un circo. Es cierto que hay veces en que las estrías denotan demencia senil, pero también otras, las más, representan conocimiento, experiencia, la vida sin agendas ocultas ni venganzas: tan solo el deseo de ver —no metafóricamente— un nuevo amanecer. Muchos países u organizaciones religiosas respetan y practican la gerontocracia; su rechazo quizás esconda una inadmisible gerontofobia.
Pero dejemos lo político, que bastante dará que hablar; volvamos a las arrugas. Son marcas de lo reiterado, de gestos repetidos mil veces, restos de cicatrices, de frotar hastiados el rostro. Viendo hoy la ciudad abierta en canal —como decía Quevedo, no hallé cosa donde poner los ojos que no fuese recuerdo de unas obras— para replantear escaleras, pabellones y piscinas, trazar carriles-bici, arreglar la enésima rotura de las tuberías del agua o instalar la nueva red de calor, me da por pensar si no serán futuras rugosidades en nuestro rostro urbano. Como si nos hubiese dado por envejecer de golpe en estos meses preelectorales, aunque no faltará el cándido que me diga que lo hacemos para rejuvenecer. Da igual el bótox; el paso del tiempo no perdona y, al final, todo será hendidura en la piel, nuevo tatuaje municipal.
Las ciudades son un palimpsesto, terreno virgen en el que escriben sucesivas civilizaciones. Vetones, romanos, visigodos, árabes, judíos: los recreamos a través de la impronta que dejaron en nuestra ubicación en un cerro sobre el río, en el trazado del recinto amurallado, en la elección de su granito, el de palacios o iglesias. A veces quedan arrugas visibles, pero otras, pliegues del alma que no se ven: maqbaras, cementerios judíos, calles ya desaparecidas, ruinas olvidadas que se intuyen, no en su existencia, sino por condicionar el desarrollo a su alrededor, como oscuras fuerzas o poltergeists a lo largo de los siglos. Incluso los de decadencia, el XVIII y XIX, cuando Ávila rodaba cuesta abajo hacia la desaparición y la nada, nos han dejado sus surcos grabados en el ceño fruncido, en el carácter adusto que nos orna, en los oscuros callejones reinventados en leyendas apócrifas, en los adoquines desgastados por calzas de administradores palaciegos, monjas y sacerdotes.
En los últimos años hemos añadido patas de gallo a nuestra fisonomía con los barrios industriales y del aluvión inmigrante de los sesenta y con la reciente fallida quimera de la ciudad de los cien mil, que no fueron moscas atrapadas en nuestra miel sino hijos de San Luis retornándonos al absolutismo de la mediocridad. Nos han salido nuevas grietas, barrios vacíos, naves industriales o audaces auditorios, que dentro de mil años serán restos perdidos o incomprendidos. Y no sé, estimados tres lectores, si los abulenses de entonces entenderán todas estas arrugas de hoy como muestras de sabiduría o más bien como inútiles y enajenadas mociones de censura a nuestra historia y futuro.