Ismael del Peso Jiménez

Los hollines de las llares

Ismael del Peso Jiménez


La escuilla albarranera

01/02/2023

Tras los últimos coletazos del «año de la malera «, como se llamara coloquialmente en las riberas del Alberche la gripe española, en la maltrecha España rural de finales de la década de los años veinte, la miseria azotaba la piel y el espinazo de los hombres por fuera y el hambre y la angustia mordían las tripas desde dentro. Las faenas en el campo duras y sobrehumanas, los lujos desconocidos y la pitanza escasa. 
Cuentan que en las Umbrías de Burgohondo vivía un matrimonio pobre como las ratas que tenía dos hijos pequeños ya zagaleros. Para mitigar el hambre hacían sopas de las que únicamente cambiaban el agua, con un hueso de jamón que cocían una y otra vez en el puchero pero ya no aportaba sabor, color ni sustancia alguna al caldo cada vez más insípido. A menudo hervían hasta un mandil viejo y harapiento en la cazuela con la esperanza de engañar el hambre. Al menos al desayuno podían tomar un tazón de leche de cabra siendo la ración más nutritiva del día. Cuando la cabra enfermó, terminado el recurso de la leche y viendo los padres que a los niños les aguardaba el mismo futuro que a la cabra (dicen que murió de hambre y desnutrición) decidieron enviarlos con los abuelos, pobres y humildes igualmente, pero al menos allí no faltaba el tocino, la leche y las patatas, ni los garbanzos del huerto ni los conejos de los cepos. Para los padres sería más fácil salir adelante solos y los niños con los abuelos tenían el sustento asegurado. Llegando los pequeños a las Cepedillas a la casilla de los abuelos, y acostumbrados como estaban a la hambruna y la escasez agradecían sobremanera las patatas machaconas del almuerzo, los cocidos del mediodía y los huevos de la cena. Hasta podían dormir en un jergón de lana y no sobre un puñado de helechos. Y los abuelos siempre tan complacientes y atentos con los nietos hasta les daban los domingos un caramelo (uno para los dos) que iban chupando alternativamente. Desde el primer instante que lo vieron llamó su atención una palancana de barro, (en nuestro acervo una escuilla) tapada con un paño y que, siempre estaba cerca de la lumbre de la chimenea, sobre la lancha atemperado, pero no caliente. Conociendo las virtudes de la abuela elaborando dulces de arrope y calabaza de cabello de ángel, aquella palangana tan grande y siempre próxima al hogar despertó la tentación. Convencidos que el balde contenía uno de aquellos dulces de la abuela, y creyendo que no querían compartirlo con ellos y lo disfrutaban los abuelos en exclusiva, en la primera ocasión que se quedaron solos mientas los mayores faenaban en la hacienda, metieron los dedos en el barreño saboreando el contenido con entusiasmo y gran curiosidad, paladeando el fruto prohibido del Edén. Poco a poco, arrebañando y arrebañando, el nivel de aquel manjar espeso y grumoso fue mermando y los chiquillos urdieron una estrategia para culpar al gato del hurto. Era un gato muy goloso y pese a que nunca aquel gato lameruzo prestó la mínima atención a la escudilla, ese detalle escapaba a su niñez. Poniendo briznas de queso bajo el paño que cubría la palangana lograron que el gato dejara sus huellas en el néctar prohibido y el minino cargó con la culpa del delito. Probablemente sería esa la razón por la que una tarde vieron a la abuela mover la palancana por primera vez, y sin retirar del todo el trapo que la cubría y removiendo lentamente con una badila, la abuela pidió al abuelo;
«Cuando entres tráete unas «almorzás» de sebo y una miaja manteca, que se lo ha comido el gato y ya no puedo meter el culo para curarme las almorranas».