El termómetro resbala vertiginosamente; ellos se agrupan en los cajeros, en el metro, en los albergues, para no morirse de frío, desde noviembre pasado, y hasta marzo, ciertos espacios de la capital permanecen abiertos toda la noche. Entran arrastrando sus cajas de cartón, para acomodarse en compañía de otros, vagabundos, que han decidido pasar aquí la noche, el metro les proporciona un poco de calor, alejados aunque sea unos metros del hielo, y la nieve de la calle.
La luz ingrata desasosegada, el estrecho callejón sin salida, les ofrece un resto de la conexión hacia la vieja estación de tren, que se pone a disposición de ellos, son apenas unos metros de cemento en el suelo, que hay que saber compartir incluso con «organización jerárquica». Hay distancia entre el mendigo y el «yonqui», mas tirado y sin categoría, configuran los ladrones, los traficantes «profesionales», etc. Lleva un rato aprender el protocolo de la indigencia. Los primeros se acuestan cerca de la puerta, los segundos tienden deslizarse hacia el fondo, pero a la derecha en la misma estancia, dijéramos que parece y es, para ellos, otro «universo» ocupan siempre una esquina ordenada, y razonablemente limpia, su ropa impecable bien planchada, sus buenos abrigos, guantes de lana, el aseo personal perfecto… sin embargo ellos también forman parte de los que piden limosna en las calles de Madrid, y se refugian en este estrecho cálido cemento del metro. ¿Uno se pregunta el por qué? La respuesta: ¿Solo vengo a dormir, no vivo aquí?
Se van a los baños públicos por dos euros, pasan por Cáritas a cambiarse de ropa, dejando la usada, esto no lo pueden hacer en los grandes almacenes, a los grandes almacenes se meten a resguardarse del frío durante el día, a oír música, y leer revistas, que no necesitan comprar, solo la usan y la dejan, nadie podría sospechar su forma de vivir, observando el aspecto de estos últimos a los que me refiero.
Algunos han estudio en colegios de sacerdotes, han viajaron por Europa, y desde los trece años se drogan, y desde hace siete años los hay en la fase terminal de sida, y con sus treinta y cinco años tienen ganas de morir. Hace tiempo que pasan del tratamiento. El Proyecto Hombre, Nueva frontera, son Instituciones de ayuda a los jóvenes para desengancharse de la droga, pero las recaídas les lleva otra vez a la droga. Y en medio, quedan familias, hijos, amigos trabajo etc.
Es la hora del chocolate caliente, diez de la noche, y chavales del voluntariado madrileño para el desarrollo reparten el contenido de unos termos, y vacían cajas de galletas en las manos tendidas. El espacio comienza a llenarse, a las doce de la noche serán unos cien, cada cual ordena su cartón y pelean sus centímetros de rigor, algunos duermen, otros charlan o comen unos bocadillos. Nada desde ahora nos llevará a pensar que todos son iguales.
Se cuentan sus historias desde esa caja de cartón, y tanto los gritos, como el llanto, se mezclan en la noche, algunos pensando en lo bien que estuvieron años atrás, cuando tenían un trabajo fijo, y digno, «ahora roban carteras, y otros hechos delictivos».
En el subterráneo del metro no hay ni una sola papelera para los desperdicios de los visitantes. El sistema de renovación de aire es del todo insuficiente para el tufo continuo de los porros o de los canutos de cocaína y heroína. No hay agua, y el único retrete es un inodoro portátil que permanece lleno hasta diez días seguidos. Cada mañana, eso sí, se limpia y se desinfecta el recinto. La boca caliente se traga en la noche fría de Madrid, las historias de nuestros semejantes.