Abel Veiga

Fragua histórica

Abel Veiga


No comprender nada

13/12/2022

No hay más ciego que el que ve y se aferra en no querer ver. La soberbia cual la indiferencia nos acompañan y dominan. Siempre lo han hecho, siempre o desde siempre nos han cegado, voluntaria y amnésicamente. Cuánto tiempo más querremos vivir en esta suerte de amnesia denostada donde solo el yo importa. Fuera del mismo, no existe nada. Ni siquiera una tímida compasión por el otro.  
La vanidad del ser humano, incluso de los humildemente vanidosos, nos hace, no pocas veces, despeñarnos por el camino de la nada misma. Somos indolentes al sufrimiento de los demás. Pensamos solo en nosotros mismos. Solo el yo, lo nuestro, lo próximo, lo único que a la postre importa, olvidando lo que inmediatamente en nuestra pequeñez, rodea a ese mismo yo. La extrañeza toma asiento de nosotros mismos. Apenas un concepto mínimo y estricto de familia importa. El resto silencio en platea. La hoguera sigue quemando la estupidez del ser humano. Un concepto de familia que parece que solo se hace humano ahora en Navidad, donde apenas faltan dos semanas.
Se llama, la ha llamado así Bergoglio hace unos meses en Roma, la hipocresía. A raudales. Sobra por doquier. En nuestros comportamientos, hábitos, costumbres, discursos, conductas, en nuestra vida privada y pública y, ante todo, en nuestra vida interior. Muchos no la tienen, allá ellos. Ni son mejores ni peores. Cada cuál que aguante su palo, que de velas y vientos no sabrán nunca por donde vendrán. 
Y en estas lides nos perdemos, achaparrados en la mezquindad, desnudos de solidaridad, sabiendo como sabemos que no todo va o marcha bien. Que la economía está a un bies de entrar en recesión, que el estruendo y el ruido de enormes dificultades acechan. Pero a nadie parece preocuparlo. Tiempo de estío y permanente y solaz desmadejamiento colectivo de una sociedad vacía de crítica, estéril de pensamiento y ensimismada en lo más superficial que no sublime. Vivimos tiempos de enorme vacío e indiferencia mordaz. Tiempos tras una pandemia que nos ha impactado más de lo que pensamos al tiempo que vivimos el hoy, el aquí y ahora como si nunca hubiera existido. La borramos de nuestras mentes. Incluso de los recuerdos. Nunca como con esta pandemia hemos querido borrar, desterrar, achicar cada válvula de memoria nimia con lo sucedido. Apenas una mascarilla, apenas una silla vacía en cualquier paseo o terraza veraniega. Fiesta, ruido, algarabía que maquilla una verdad que no queremos recordar. Huimos de aquello y lo hacemos camuflados en una inerme necesidad que nadie pide o nos pide pero que la hemos erigido como fortaleza y antídoto contra esos dos años y aquél confinamiento que soliviantó, paralizó y sí, nos hizo profundamente más humanos porque el miedo era atroz ante la incertidumbre, el desgarro de la muerte colectiva y el hecho mismo del terror y dolor de no volver a ver a tantos seres queridos, o el hecho de no saber qué sucedería simplemente un mañana como cualquier otro de los que hasta ese momento se había seguido en nuestros atribulados calendarios. 
Hemos cambiado por rebote o por bumerang. No éramos así, porque antes, al menos, teníamos algo de memoria. Hoy hasta molesta. Porque tal vez nos molesta como somos y nos molestamos a nosotros mismos sin tener en cuenta  a los demás. Demás, concepto vacuo, estéril, sumamente vacío en nuestras conciencias de cristal opaco. El resto, solo ruido. Mucho ruido, a raudales, también hipocresía. Ese es el espejo en el que hace mucho vendimos la imagen distorsionada de nosotros mismos.