Chema Sánchez

En corto y por derecho

Chema Sánchez


La digestión de los abuelos

12/12/2020

Les voy a pedir un favor: hagamos que los más pequeños, este año, perciban el espíritu de la Navidad. Aunque usted no crea en nada, y sea de los que odia a los renos, la nieve y hasta las flores de pascua. Es un favor que le pido.
La vida tiene esa pugna con la muerte en la que siempre sale perdiendo. Una despiadada lucha que a veces nos pone en nuestro lugar, el de ser tan mortales como en realidad lo somos. Ha ocurrido este año. Hemos pasado de la enorme preocupación de elegir destino en las cenas de Navidad y de pensar en la historia de superación que nos contaría el cuñado de turno –no en mi caso, que tengo uno bien majo–, a entender que lo mejor es guardar distancia. Y reposo. Como aquellas dos horas en las que nuestros padres nos obligaban a estar quietos, sin poder pegarnos un chapuzón, porque nos hacía la digestión. O eso nos contaban. Si bien, en este caso, con un cambio de papeles inesperado, en el que somos nosotros los que indicamos a nuestros padres, que nos miran con cara de cordero degollado, que quienes han de prescindir de uno de sus momentos preferidos –el de tener a la familia alrededor en estas fechas– han de ser ellos. Pero, además, sabiendo que ésta no es una mentirijilla, como aquella que venía en formato de postre veraniego durante muchos julios y agostos de nuestras vidas. 
No sé ustedes, pero un servidor imaginaba que en 2020 –aparte de tener teléfonos inteligentes o aspiradoras con forma de disco que arreglasen la casa en un santiamén– los coches volarían y tendríamos el poder de teletransportarnos. Pero resulta que no, cáspitas, ese poder sólo lo ha tenido un demoledor virus llamado SARS-CoV-2, del que aún se siguen conociendo muchas cosas.
Mi hijo, que es un tipo estupendo, me confesaba hace unos días que guarda un buen recuerdo del primer confinamiento. Yo no. Me habla de los aplausos a las ocho, las videollamadas del cole y hasta las canciones que compusimos, en un momento en el que, he de confesarlo, uno tenía más ganas de llorar que de cantar. Creo que es lo único positivo que me llevo de unos meses que nunca olvidaremos. En nuestro caso, las navidades pasadas fueron duras. Y en muchos hogares, cuando nadie lo esperaba, tendrán que pasar por ese mal sueño que supone la pérdida de un ser querido. Servirá de poco, pero es bueno que sepáis que mucha gente os arropa. Os comprende. Os quiere.
Todo ha cambiado, como decía más arriba, no precisamente a mejor. Y las orejas de un lobo que se llama 2021 ya van asomando. Será un año difícil, porque la economía ahora mismo va dopada hasta esas orejas, y los efectos reales de un frenazo casi total de la actividad se empezará a percibir de verdad no tardando demasiado, en tres o cuatro meses. Las empresas, los autónomos que consideramos los vagones claves del tren llamado España, lo ven venir, y muchas familias irán cayendo en una tela de araña de la que, ojalá, sea más fácil salir que en la anterior crisis. Hay que decir que llegamos en mejores condiciones, pero la cosa se vaya complicando, porque, aquel deseo más y más, que cantaba La Unión, tiene difícil encaje en los tiempos que corren. Todos, y cuando digo todos somos todos, deberemos apretarnos el cinturón y exigir que los castillos en el aire sean para tiempos mejores. Porque, al final, la verdad siempre sale a la luz. Y es cierto que, como las mimbres pero al revés, poco a poco, todo se irá enderezando y muy probablemente en un año la vida sea más parecida a lo que vivíamos en diciembre de 2019. Para desgracia del mundo, hemos aprendido a vivir con el maldito virus. La mierda esa, como dicen los jóvenes. Algo que no nos ha hecho mejores personas, de hecho el deporte nacional este año no ha sido el fútbol o la comunicación -esto merece otro artículo-, sino el juzgar a los demás. Sin ponernos en su lugar. Ya me entienden.