Chema Sánchez

En corto y por derecho

Chema Sánchez


El tirachinas y los puzzles

23/04/2022

Una primavera le pedí a mi padre que me fabricara un tirachinas. A saber, podría haber tenido aquel estímulo al ver el Inspector Gadget, o  David el Gnomo. Pero no. Se lo vi a unos amigos de mi hermano mayor, que me sacaban tres o cuatro primaveras. Textual. En todos los sentidos. Pues bien, mi padre, que tiene muchísimas cosas buenas, pero que no recibió de Dios las dotes de escultor, claudicó ante mi pestañear irresistible -el de aquella época, ahora cualquiera pondría tierra de por medio-, y se lanzó al modelaje. Me hizo un tirachinas resultón, con una horquilla tallada en madera, y con una badana negra que seguro que le recomendó emplear mi abuelo Fermín -él sí era un fenómeno con las manualidades-. 
Al día siguiente, apenas abrí los ojos, observé sobre la cama el tirachinas artesano. El día había empezado estupendamente, pero él solito se torcería. Una furgoneta Citrôen cuatro latas, de aquellas que surcaban las calles, en este caso para la venta de pan (qué buenas estaban aquellas medianas del tío Fausto), llegó a la cuesta más cercana a mi casa, en Riofrío. Como las armas las carga el diablo, no se me ocurrió mejor solución de estreno que apuntar al conductor del vehículo, el hijo del panadero, para más señas, que se disponía a salir para atender a las señoras que acudían prestas a por el mendrugo diario. No le dí, pero la bronca que me llevé fue de esas que no se olvidan -han pasado como 35 años de aquello-. La cosa empeoró. Mucho. Por la tarde, empezó a llover y los caminos, como en todo buen pueblo de los 80, se encontraban embarrados. No recuerdo bien por qué, porque mi hermano y yo teníamos la mala costumbre de canearnos entre nosotros, pero no a terceros, me vi corriendo, envuelto en una trifulca con unos madrileños. Forasteros. De modo que siendo un mocoso como era, tenía todas las de perder. Y eso ocurriría, claro. Ante nosotros apareció un comando de tirachineros que apuntaba con mejor fortuna que un servidor, que apenas podía correr porque seguramente mis kilos y mi estatura fueran total y absolutamente desacompasados. No estaba excesivamente gordo, pero tendría cansancio acumulado, pocas ganas de correr, o vete tú a saber. Una china llegó a mi mejilla y, con la adrenalina del momento, pese a sangrar como un jabalí herido, no me quería ir. Me veía como un Mike Donovan de la vida. 
Tenía que acabar con aquellos lagartos. La cara de mi madre al verme, minutos después, me lo dijo todo. La tragedia estuvo a un solo dedo de distancia, a centímetro y medio de mi ojo derecho. De haber apuntado algo mejor -o peor- aquel adolescente, me tendría que haber regalado un parche de por vida. Esa marca de guerra la conservo. Tras aquel episodio, me dio por los puzzles. Con los años conocí a auténticos frikis de esa afición, como también los habrá de los tirachinas. Seguro. Hoy, muchos de ellos se reúnen en Ávila, llegados de toda España, por el empeño de Alfonso Álvarez-Ossorio, un vallisoletano que vive en un universo puzzlero paralelo. También porque en su día pusieron el primer ladrillo hacia la conversión de Ávila en capital española del puzzle gente como Sonsoles Sánches-Reyes, quien fuera teniente de alcalde, o el actual equipo de gobierno municipal, que ha mantenido esta buena iniciativa. ¡La de oportunidades que podría tener Ávila si se pensara más a largo plazo! Miren el Puy du Fou de Toledo. Pero… Ávila, ciudad del puzzle, ¡quién lo iba a decir!.. 
Volviendo a mis tiernas aventuras: Los que nos quedamos entre los boomers y los millennials nos buscábamos la vida para no quedar en el más absoluto de los ostracismos. Eran otros tiempos, sí. De manera que el mejor modo de llamar la atención de nuestros mayores era pegar un sutil balonazo a aquella maceta roja plagada de geranios. Un golpazo que tenía fácil solución, al menos por parte de mi madre. Como digo, buscábamos la artimaña más singular para que nuestros padres, que bastante tenían con llevar el sustento a casa, atendieran a nuestras bobadas, aunque sólo fuera de vez en cuando. Siempre hay tiempo para revertir malos hábitos y plegarse al lado menos salvaje de la vida, aunque, para muchos, los puzzles sean apasionantes. La lección que extraje de mi día más intenso con un tirachinas me llevó a disfrutar de los rompecabezas. Y ahí sigo. Ya me entienden.