Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


De Cádiz a Ávila

15/02/2023

No hace mucho he estado por tierras de Cádiz. Me han llevado allí algunas cuestiones laborales que suponen un ir y venir urgente, de un par de días no más. Salir a la ruta de la Plata desde las alturas de Gredos y enfrentarse al paisaje suave y dorado de Extremadura y Andalucía le hace a uno situarse en la altura real en la que vive, en la montaña que es Castilla. Ya allá abajo, Cádiz es, seguramente, la ciudad más decadente de España. Al menos la ciudad vieja. Levantada a fuerza de comercio con las Américas, las fachadas recuerdan el esplendor de una sociedad que supo enfrentarse al lujo del comercio, tanto como al asedio militar. Tiene, pues, el esplendor y la rareza de una ciudad emergida. En las esquinas, viejos cañones recuperados evitaban el roce de los carruajes. La piedra de construcción, extraída también de los fondos marinos, está reforzada a base de valvas de molusco. Quienes vivimos tierra adentro, por mucho que nos acerquemos constantemente al mar, incluso aunque lo naveguemos someramente, somos marinos de superficie. Es como si sólamente nos enterásemos de lo que ocurre por encima: veleros, embarcaciones de recreo, cruceros, el reflejo de la luna, las ondas que levanta el viento cuando se esfuerza... Pero la gente de mar entiende de las profundidades, de lo que el agua se tragó, barcos y personas, de lo que te concede para vivir y lo que te niega cuando quiere. Por eso hay cosas que difícilmente entenderemos de ellos. Cádiz es también así. Y por eso hay un dondo nostálgico que aquí se nos escapa. Tienen su alegría sureña, sus chirigotas y sus chistes urgentes, es verdad; viven la calle como si sus casas decadentes ya no tuvieran un sentido para ellos. Pareciera que se hubieran quedado vacías por necesidad vital de huir de ellas. Algunas se han reconstruido para levantar hoteles coquetos y algo minimalistas, decorados con cuatro cosas que, sin embargo, cumplen la función de albergarte sin estridencia. En las calles, aún perviven viejísimos comercios que venden ropa demodée, como de los años ochenta, como fondos de armario de aquellas viejas casas. Alguna que otra tienda de antigüedades con más trasto que viejo, más rastro que subasta, también se empeña en explicarnos que aquel tiempo pasado fue mejor. Y sin embargo, como si nos acordásemos de las canciones de Carlos Cano, la ciudad respira por el pulmón de América. No es sólo la construcción que se repite en Cuba, como un espejo hispánico de aquel siglo XIX. Es que parece haberse ido marchitando con ella. Le pregunto a un amigo de allá cómo es posible que España haya dejado olvidada la ciudad donde nace el parlamentarismo democrático, los tribunales modernos y hasta la lotería. En cualquier otro lugar del mundo aquello sería lugar de peregrinación; pero, es verdad, tendría que volver aquel mismo tiempo de esplendor para que resucitara. Tendrían que volver las familias de comerciantes que se asomaran a los enormes balcones de las casas solariegas y las muchachas de polisones y miriñaques; los comerciantes a mirar por los catalejos sus barcos venir por el Estrecho. Luego he vuelto a casa y he salido a dar un paseo frío por el centro nuestro, también vacío y dormido. Me ha parecido entender todo; entender que quizá también aquí tendría que volver el siglo XVI para contemplar un revivir de sus calles viejas. Confío en que no, como confío en que aquella tacita del sur encuentre también algún día su diecinueve.