José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


El mar

01/07/2022

«¿Acaso como tú y por siempre, Duero, irá corriendo hacia la mar Castilla?». Arranca hoy julio con olor a salitre, con perfume de alga rizado en la brisa, con gaviotas maullando a la marea, y acuden a mí las palabras de Machado —Antonio, no Manuel el olvidado— que captó como nadie el espíritu envidioso de la meseta, océano de piedras y trigales que siempre soñó en ser mar.
Castilla no entiende el mar como lo hacen mediterráneos, cántabros o atlánticos. Ellos respiran mar, huelen mar, mastican mar, llevan el océano grabado en los genes y en la retina y tienen por tanto anestesiada la sensibilidad a su embrujo. Como drogadictos, que necesitan cada vez más dosis, son sabedores de que les aporta felicidad y plenitud, pero no guardan recuerdo de ninguna epifanía, del primer éxtasis de su descubrimiento, porque su temperamento ha ido creciendo entre mareas, mecido por terrales y virazones. Viven en perenne frontera entre dos mundos, y ese umbral se les antoja normal, sin ser conscientes de la disparidad de entornos que habitan, lo sólido y aprehensible frente a lo mutable e ignoto.
Los castellanos somos seres de roquedal, de encinares centenarios, de llanuras en barbecho, de adustas ciudades encerradas en sí mismas; tenemos las pituitarias saturadas de piorno y gramínea y la mirada perdida en veredas que se estiran entre espigas hacia la lejana torre de la iglesia del siguiente villorrio. Vivimos atrapados en un seco centralismo de gélidos inviernos y tórridos veranos, sin océano que modere esos extremos. Hasta que un día, cansados de esa radicalidad, buscamos por fin, como el Duero, el mar. No nos hace falta brújula, que ya decía Machado que es Dios sobre la mar camino y, sea siguiendo a Dios o al diablo, llegaremos a él siempre, vírgenes. Da igual las veces que lo hayamos visto, porque sabemos que su inmensidad nos sorprenderá de nuevo, como nos estremeció su inesperada primera imagen. Seremos niños otra vez, dejando que la arena de playa acunada por el agua nos entierre los pies en la orilla, cambiaremos nuestros biorritmos de altiplano por el latido y el tictac de las olas y mareas. Redescubriremos amaneceres y atardeceres en sus danzantes oros, volverá a volar nuestra imaginación hacia el inalcanzable horizonte, soñando aventuras en países exóticos, donde las velas de los barcos —hoy sucias chimeneas— se pierden en la curva de la Tierra…
Todo ello, eso sí, desde la hamaca o la toalla extendida en la playa, rodeados de otros miles de congéneres abstraídos en similares reflexiones o en más banales intentos por evitar que la molesta arena les salpique la cerveza y el pincho de tortilla de patata con huevina recién comprados en el atestado chiringuito, a la par que gritan al churumbel o a su pareja. No sé dónde quedó aquello del poeta: «Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar».
En todo caso, les deseo, mis estimados tres lectores, si tienen la dicha de acercarse al mar este verano, aquello que tan bien expresaba Machado, el otro, el olvidado salvo para Borges: «Para mi pobre cuerpo dolorido, para mi triste alma lacerada, para mi yerto corazón herido, para mi amarga vida fatigada… ¡el mar amado, el mar apetecido, el mar, el mar, y no pensar nada!».

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