M. Rafael Sánchez

La mirada escrita

M. Rafael Sánchez


Hermosa toponimia

15/03/2021

La costumbre no suele ser la mejor guía para nada en la vida. Cuando nos acostumbramos a un paisaje, dejamos de saborearlo como vino nuevo. Cuando nos acostumbramos a una ciudad, ésta deja de sorprendernos con sus edificios, gentes o rincones. Cuando nos acostumbramos a una palabra, esta pierde su significado profundo, aquel por el que nació. Y por eso es una aventura, un descubrimiento, el saber cuál es el significado de los nombres de, por ejemplo, los pueblos. Eduardo Tejero Robledo publicó su Toponimia de Ávila en 1983, y en sus páginas podemos saborear el origen de los nombres de las localidades abulenses. Así, descubrimos que Maello es manzano silvestre. O que Bohoyo es bueno, que Vita es vida y que Poveda significa álamos blancos. Me parece muy hermoso descubrir qué hay detrás de las palabras. Que cuando se dio un nombre a algo se lo dotó de una voz única, de un porqué, de un alma por alguna razón.

Hay nombres que en sí mismos llevan una carga de belleza. ¿O no son bellísimos los nombres de Ojos Albos, Amavida, Sotalvo, Marlín, Cardedal, Albornos, Neila, Madrigal de las Altas Torres, Villaflor, Mamblas, Cantiveros y tantos otros que tendrían su lugar en esta lista?

Pero quiero hablar de la aldea de mi padre, de otro nombre también evocador. Antaño se llamaba Murias y es una de las que conforman el municipio de Navaescurial, a la vera de Piedrahíta. Murias es palabra de origen vasco –en Ávila hay nombres de pueblos con ese origen, como Zorita, Mingorría o Amavida- y significa amontonamiento de piedras. Es topónimo que en tierras leonesas, asturianas, burgalesas o vascas designa a aldeas, ríos, montes o hasta a un apellido propio. Pero no busquéis al Murias abulense en los mapas, pues su hermoso nombre originario, y que aún pervivía mediado el siglo XIX –pues así aparece en el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de Madoz-, en algún momento fue trocado por otro que no tiene esa hermosa sonoridad, ese enlace con el ser y la identidad de la pequeña aldea de piedra que es en sus casas, muros o caminos. En algún momento no tan lejano le comenzaron a llamar Las Marías. Quizás por desconocimiento del significado de la palabra antigua, quizás por pereza en el hablar.

El nombre actual resulta extraño si uno se acerca a esta mínima aldea que llegó a estar deshabitada entre el final del pasado siglo y comienzos de este. Un arroyo encajado entre piedras y vegetación exuberante, enlaza los tres núcleos de casas que conservan magníficamente su sobria y elemental arquitectura alzada con el abundante material del lugar. Quien se acerca, enseguida comulga con el espíritu del lugar, de ese pequeño valle que vive con el silencio, el agua, las praderas y arboledas… Con la soledad y la eterna piedra que dio origen a su nombre y que, seguro que si pudiera hablar y tener voz, reclamaría ser de nuevo llamada como antaño, con su señal de identidad. Eso sería posible si fuéramos capaces de alimentar más la poesía que la costumbre.