José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Ridículo

28/10/2022

Fíate tú de plumillas del tardomedievo… ¿Pues no he descubierto, hojeando un viejo libro de lengua y literatura, que Jorge Manrique me pisó hace años la columna que yo hubiera querido escribir, desarrollando aquello —lo tenía por original— de que cualquier tiempo pasado fue mejor? Aun así, pacientes tres lectores, voy a tirar del tema; no andan las musas generosas y la cita semanal no permite desaprovechar nada.
No sé si cuarenta años son muchos o pocos, pero indudablemente es tiempo pasado. Los que entonces éramos, éramos más jóvenes. La música era mejor, la televisión era sin duda mejor, la selección de fútbol quizás no, pero tenía una garra que se ha perdido con el tiqui-taca y el toque. La comida, menos refinada y pija, estaba rica, rica, que diría Arguiñano. El papa se acercaba a Ávila y no nuestros alcaldes a Roma en peregrinación. Moneo aún no había reformado el Grande. España, inmersa en una transición modélica y hoy denostada, despertaba de cuatro décadas franquistas tras un golpe de estado que pudiendo ser drama acabó en sainete. El país abría ventanas y respiraba aire fresco y europeísta tras la apresurada incorporación a la OTAN, que luego consolidaron con un referéndum —fue mi estreno en las urnas— los que antes se habían opuesto a ella.
En ese mundo —que sigo pensando mejor, a pesar del terrorismo, crisis o un país con muchas carencias en infraestructuras— tuvo lugar la victoria socialista en las elecciones de octubre del 82. El mayor resultado electoral que ha conocido la democracia española: este fin de semana se conmemorará en un acto en Sevilla con algunas ausencias. En Ávila, los del puño y la rosa se quedaron a menos de 3 puntos de ganar, lejos de las divisiones de hoy.
No entraré a valorar el color del cambio en esos días, ahora que tanto volveremos a escuchar esta palabra en los eslóganes de las elecciones locales, pero sí opino que la política de entonces no es la de ahora. Incluso la mundial. Oscila la de hoy entre el peculiar odeón chino en el que dos mil réplicas del mismo monigote levantan enérgicamente el brazo y aplauden con sincronizada pulcritud y el circo montado a la puerta del 10 de Downing Street, donde solo falta la cabra en la escalera dando discursos. Entre invasiones de capitolios y gobiernos antaño impensables en países europeos. Entre unos dirigentes acudiendo a Master Chef y otros pegándose para coger vez en El Hormiguero. No sé en qué momento se cruzó lo privado con lo público, cuándo se convirtió el exhibicionismo en necesidad —aun más, en rasero por el que medir a nuestros líderes—, el absurdo en programa electoral. Quizás se deba a una errada interpretación de que, ya que la política había de ser de la gente, también debía compartir con ella todas las miserias y vergüenzas en este mundo visual e interconectado que habitamos. En el 82 los políticos tenían el mismo colmillo, mala uva y ambición que los de hoy, pero quizás entendían algo más palabras como decoro, institución o pudor.
Creo que, por esas fechas, Tarradellas, parafraseando a Perón, dijo aquello de que en política se puede hacer de todo menos el ridículo. Cuarenta años después los hechos le están desmintiendo: ¡claro que se puede, y de lujo!