Carolina Ares

Escrito a tiza

Carolina Ares


De Proust, magdalenas e inhaladores

12/11/2022

La anécdota de la magdalena: a eso lo reducen todo. Esa magdalena mojada en té cuyo olor llevó a Marcel Proust a recordar toda su vida con gran lujo de detalles, haciendo de la serie 'En busca del tiempo perdido' una obra maestra que aúna la memoria con una brillante capacidad de reflexión y análisis. Tanto ha trascendido la anécdota que al revivir un episodio intensamente utilizamos la expresión «la magdalena de Proust», término no solo aplicado en literatura, sino también en neurología. Para mí la realidad es bien distinta. Puede que hubiera una magdalena implicada, no lo negaré ni pretendo quitarle a la literatura una de sus historias más preciadas, pero 'En busca del tiempo perdido' es una obra marcada por una enfermedad, no por un dulce. El asma de Proust, ese que le hizo padecer hasta ser la causa de su muerte –de la que hace cien años el próximo viernes– es la génesis de tan extensa obra.
El joven Marcel descubrió muy pronto lo que era esta opresiva enfermedad. Sus ataques en primavera eran frecuentes y muy duros, hasta tal punto que con 9 años estuvo a punto de fallecer. En aquellos tiempos los tratamientos eran muy distintos: que beba leche y que se quede en la cama, poco más se podía hacer. Sabedor de que la vida era corta, de que en cualquier momento podía tener que quedarse recluido y miembro de una familia acomodada, Proust se dedicó a vivir y a escribir. O a vivir para escribir y luego a escribir lo vivido. O a la vez buscar el momento presente y la eternidad del instante, cuando le faltaba el oxígeno a todos los niveles. 
Tras la muerte de sus padres, su asma se agravó notablemente y se vio obligado a guardar cama durante muchos años. Y es ahí, justo ahí donde empezó todo. Encerrado su creatividad fluye, su vida pasa ante sus ojos y el mundo se le muestra terriblemente claro. Manda forrar con corcho su habitación, para evitar ruidos, y escribe de noche y duerme de día, trabajando febrilmente en una de las grandes obras de la literatura universal, prácticamente sin salir de casa, hilando frases, tachando, reescribiendo, corrigiendo constantemente. No solo la magdalena, el asma, las vacaciones o la muerte de su abuela. En sus páginas reflexiona sobre el amor en todas sus variables, los celos, la familia, los amigos, el arte, de los ballets rusos y hasta el vestido Delfos de Fortuny… la existencia, en resumen. Y, por supuesto, la memoria, el tema central de su epopeya escrita. Los recuerdos de quien se ve impedido a hacer, ya no lo que quería, sino una vida normal. Quien se pierde momentos importantes porque tiene que cuidarse y escribe con palabras bellas, pero también asfixiadas en ocasiones, todo lo que ha pasado hasta ese momento en que las cuatro paredes de su habitación se convierten en su refugio, pero también en su prisión. Yo en ese momento me ahogo con él, pero también vivo, disfruto de otros tiempos, otro siglo y otro mundo y dejo atrás la memoria para pasar a la emoción. Y atiendo a sus reflexiones que tras cien años no han sino demostrado ser más verdaderas. No sé por qué, pero leer a Proust es como estar en casa, saberse en terreno seguro y cómodo, por muy contradictorio que pueda sonar. Entre sus páginas leo la vida, inmutable en lo esencial, en lo humano. Leo el recuerdo, la filosofía y la verdad. Pero, en mi caso, también leo la enfermedad.
Déjenme acabar con otra anécdota. A esta quiero titularla 'el inhalador de Carolina'. Muchas veces, al usar mi inhalador me acuerdo de Proust y me pregunto qué hubiera pasado si hubiera tenido acceso a la medicina del siglo XXI. A lo mejor no hubiera muerto con 51 años y hubiera podido seguir escribiendo… ¿cómo habría evolucionado? Pero entonces pienso que igual no existiría 'En busca del tiempo perdido'. Y luego me digo: «Carolina deja de pensar bobadas. Que siempre te han dicho que en historia no se puede conjugar el potencial». Así que inhalo y, si eso, leo a Proust. Que es lo mejor que puedo hacer.