Sara Escudero

Desde la muralla

Sara Escudero


Ojos de gata

08/10/2022

Me asomé por el agujero. Sé lo prohibido que está. Pero sentada en el sofá no puedo parar de mirar ese pequeño agujerito por el que entra un hilo de luz. Mamá me dice que no puedo mirar. Me lo repite una y otra vez. Pero no sé que tiene ese puntito blanco que me llama y me tiene eclipsada.
La otra tarde, estaba un poco aburrida. Solo fueron siete minutos, pero a mí me pareció una eternidad. Con solo siete minutos abocada en la mirilla, ocupé cuatro horas de mi aburrida y anodina tarde. ¡Cuatro horas!
Me escabullí de puntillas, a pesar de que no había nadie en casa. Al llegar a la puerta, deslicé los calcetines gordos que me había puesto para que no crujiera la madera. Eran esos blancos de lana que a veces me pongo para dormir. Los había hecho la abuela años atrás y dormían en el fondo del cajón. Sabía que, para esta aventura, serían mis grandes aliados. (¡Gracias abuela!) Aguanté la respiración y al llegar a mi única red social con el mundo, me quedé con la boca abierta intentando memorizar en siete minutos todo lo que ocurría en el mundo exterior.
Aprovechando los cuartos en el reloj, salí corriendo y me metí en la cama. Ahí no había cuidado. El reloj sonaba estrepitosamente cada quince minutos. Por eso nunca podía coincidir la ida al espionaje, con la vuelta. En la vuelta sabría distinguir si el ruido del ascensor acechaba.
Cuando ya estaba en lugar seguro, me tapé con las sábanas blancas, eché el edredón a un lado, encendí la linterna, coloqué el palo en medio de las dos aguas y ya estaba en mi escondite lista para recrearme. Siete minutos me dieron muchas horas de sueños despierta.
Jugué con las niñas que tenían la pelota en la plaza. Salté en una colchoneta hinchable en el patio de un colegio. Me manifesté en una plaza llena de mujeres en Irán. Ahí creo que estuve bastante rato, mirando a un lado y otro los ojos del resto de las mujeres a las que acompañaba. Me subí al alto de un tejado con toda una familia, esperando que el agua que inundaba mi casa de Pakistán bajara para poder recuperar las cosas de dentro de aquella mi nueva habitación. No sé cuánto tiempo estuve ahí arriba con la manta. Pero teníamos sed, frío y mucho cansancio. Al bajar estuve en Nigeria. Allí aguanté poco, porque lo de pasar hambre no es lo mío. Quería salir corriendo a la nevera de casa, pero aun quedaba para en punto en el reloj de la entrada. No podía arriesgar. Me puse un EPI en Uganda. Me dijeron que era ébola y que no todos están vacunados. Tuve un poco de miedo, la verdad, así que cogí un barco y crucé el charco. Madre mía Fiona la que ha liado en Puerto Rico y Dominicana. Y también vi a Ian que iba desde Cuba hasta Florida. Hacía tanto viento por allí, que tuve que plegar alas.
En ese momento en el que estaba recogiendo las velas, sonó el ascensor. Alguien se acercaba. Aguanté la respiración, saqué el libro de sociales y con cara de buena, alegué que llevaba toda la tarde estudiando los planetas y la órbita en la que vivimos. A la pregunta de si había mirado por el ventanuco prohibido, respondí firmemente que la última vez que había mirado el planeta Tierra estuve castigada 18 días y nunca más lo he vuelto a hacer. Agaché la mirada por si mis ojos me delataban y seguí mirando al planeta con un anillo alrededor. Qué raro es tener mirilla al planeta Tierra y no poder ver quien pasea por Saturno. Quizá eso está en otra puerta.
Mañana tendré que investigar un rato más. Lo que ocurre en ese planeta me tiene eclipsada. Vuelvo a tener una cita secreta con mis calcetines a las cuatro y ocho minutos. Solo me bastan siete, para saber que mientras dan la vuelta sobre sí mismos, los ombligos del resto, tienen un futuro incierto.