Julio Collado

Sostiene Pereira

Julio Collado


Ser de pueblo

04/04/2022

Sostiene Pereira que, ante tanta palabrería y disputa vana entre decir España Vacía o España Vaciada, ¡qué más da si la realidad sigue siendo la misma!, se ha acordado muchas veces de Vargas Llosa y su pregunta sobre cuándo se jodió Perú. Y aplica la misma cavilación sobre Ávila y Castilla y León y su vacío existencial. ¿Desde cuándo viene esta mala niebla que tiene postrada a esta tierra, desesperanzada, pobre y resignada? Sospecha que viene de muy antiguo aunque los gobernantes provinciales y autonómicos, que llevan desgobernando estos pegujales desde hace más de treinta años, no sólo no la pararon o retrasaron sino que han ayudado a mantenerla y agrandarla. Aunque a la vista de cómo se comportan encabezando las pancartas de las protestas por tal estado de cosas, bien parece que no se enteran o no quieren enterarse de su gran responsabilidad. Hoy, está de moda ser de pueblo, tener un abuelo en el pueblo, ser amigo de labradores, hacerse una foto en una granja o acudir a procesiones y fiestas populares o pueblerinas hasta hace unos días, aunque no sepan distinguir el trigo de la avena o una boñiga de un cagajón. 
Esta historia de abandono viene de lejos y el campo se jodió cuando, durante mucho tiempo, la moda era el desprecio de todo lo que oliera a pueblo a través de insultos como «traer el pelo de la dehesa», «ser un destripaterrones» o «ser más de pueblo que las amapolas» o infravalorando sus productos que, sin embargo, son esenciales. En su niñez, cuando Pereira tuvo que salir del pueblo como Daniel, el Mochuelo, para ir a estudiar, empezó a esos «piropos» y otras lindezas así como la caterva de chistes, ¡maldita la gracia!, de paletos y de sirvientas que propagaba la radio primero y después la tele en blanco y negro. Del pueblo salían los niños que, según el maestro y el cura, valían para estudiar y las niñas-adolescentes que iban de cuezo a servir a las casas de los «señoritos» de la ciudad. Unos, para «ser algo en la vida»; las otras, para aprender «las faenas de la casa». Con esas mimbres antañonas, no podía salir sino el cesto actual. 
Y así sigue la misma niebla meona de antaño, eso sí con las casas más vacías y los pajares en ruinas porque ya no hay quien acarre el heno o la paja. La huida imparable de los pueblos y su vaciamiento de personas y de servicios públicos ya no tiene cura aunque ahora se haya puesto de moda el ser de pueblo. O aparentarlo en las tertulias televisivas, en las campañas electorales y en la visita el Día de la Función, ahora Fiesta patronal, que el olvido también se ha cebado en las palabras que un día estuvieron tan orondas y vivas. Menos mal, que todavía queda Agosto para volver a oír en los pueblos el griterío infantil y el olor a la parrillada bien «regada» de los visitantes urbanitas. 
En fin, si se quiere cambiar ese vacío por algo que devuelva la vida a estos parajes hay que hablar de una reconversión profunda y compleja: fusionar pueblos y potenciar comarcas, crear cooperativas agropecuarias, atraer industrias y aprovechar todas las materias primas, potenciar la riqueza natural y cultural, cambiar la mentalidad individualista y la rivalidad entre pueblos, mejorar la formación profesional, cambiar la mentalidad empresarial, aprovechar la investigación universitaria, descentralizar la administración y elegir a gobernantes provinciales y autonómicos que tengan empuje y una idea clara y progresista sobre el futuro al que debe aspirar esta tierra. No puede sólo mirar al pasado porque quedará convertida en sal como la mujer de Lot de la Biblia. 
Delibes tuvo una visión certera de la lucha agónica entre la ciudad y el campo de Castilla allá por 1950, ¡ya han pasado años!, cuando comenzó su novela El camino con estas palabras:
«Las cosas podían haber acaecido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre... Su padre entendía que esto era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que estudiase el Bachillerato en la ciudad podía ser, a la larga, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad y, cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un santo, pronunciara desde el púlpito. Si eso era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda la base de este progreso…
La madre prosiguió: 
– Cuídate y cuida la ropa, hijo. Bien sabes lo que a tu padre le ha costado todo esto. Somos pobres. Pero tu padre quiere que seas algo en la vida. No quiere que trabajes y padezcas como él. Tú, le miró un momento  como enajenada, puedes ser algo grande, muy grande en la vida, Danielín; tu padre y yo hemos querido que, por nosotros, no quede».