José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Hambre y coraje

18/03/2022

Se nos han olvidado las cicatrices, los muñones, las llagas. Las cabezas de ralas cabelleras, los piojos, los sabañones, el barro de la calle en los zapatos, los zapatos sin suelas, los pies sin zapatos. Las hogueras, alimentadas con bostas a falta de leña, las noches apiñados mientras retumba la tormenta, o el bombardeo, o ambos. Los colchones de paja y arpillera, las chinches. Las letrinas, si había suerte, o la calle si no. Ir a por agua al río. El olor de la pólvora, los cascotes, los restos humeantes, los cadáveres hinchados y hediondos en una y otra cuneta. La inocencia perdida del niño que contempla aterrado los aviones volar por el tajado del puerto en la montaña, sobre su cabeza, y ve después a su padre partir en la trasera de un camión aferrado al rifle y con los grises ojos vidriosos, sin lágrimas con que despedirse. Ya no cazamos ratas en los ríos y las asamos después, ni recorremos rastrojos escardando espigas perdidas de la siega en la asolada tierra. Se nos fue el dulce amargor de una naranja llegada a lomo de mula en el estío, o el turrón de los pobres, parca alegría en las gélidas Navidades.
Nos hemos adocenado, somos débiles creando tiempos difíciles tras haber dilapidado décadas fáciles que nos legaron hombres fuertes con sacrificio. Las pancartas teñidas de paz y libertad ocultan los ríos de sangre derramada nutriendo almendros donde, efímeramente, a veces brotan esos frutos. Hemos preterido todo lo que hablaba de deberes, lo que exigía riesgo sin recompensa, sacrificio sin foto de Instagram. Hace falta tener hambre, mucha, para comerse el mundo, pero más para defenderlo o defenderse de él, y nosotros estamos saciados por consumistas nubes de algodón, atocinados de logros sociales y derechos. Con el estómago lleno no se puede iniciar una revolución ni tampoco detenerla. Ahora que peligra nuestra gordura, la física en los supermercados y gasolineras y la moral en la guerra, es cuando necesitaríamos rememorar.
No recordamos, porque hemos olvidado el hambre y el coraje que nos contaron nuestras abuelas, que sabían alegrar un perol de hueso recocido con tres raíces, que lloraban hijos y maridos y se levantaban después al ordeño y a la mies secándose las lágrimas, porque la vida no les dio pausa para el duelo. Las evocamos siempre enlutadas, el rostro de tierra en barbecho cuarteada por la sequía, sin darnos cuenta de que un día también conocieron alegría, violencia, muerte y amor, pero en un mundo tangible y real, no en este virtual parque temático adanista en el que nos embarcó hace ya tiempo Fukuyama al decretar el fin de la Historia. Hemos relegado la memoria más cruenta —pero veraz— de las fedatarias de la vida, de esas mujeres que sabían mantener el rostro erguido mientras todo se desmoronaba a su alrededor, que se echaron familias enteras a las espaldas desde la más temprana soledad y las sacaron adelante.
Las abuelas que hoy nos faltan en el conformista y cómodo Occidente tendrán que ser, dentro de décadas, los millones de mujeres que cruzan la fría frontera de Ucrania con sus hijos, las que recordarán a sus nietos —y luego ellos olvidarán— que tengan hambre, que no pierdan el coraje y que todo volverá a ocurrir algún día.