Abel Veiga

Fragua histórica

Abel Veiga


Mayores y vulnerabilidad

08/03/2022

Hace meses una persona mayor encabezó una protesta legítima y valiente frente a la brecha digital y los servicios financieros. Soy mayor, no idiota era el lema. Con ese eslogan la evidencia quedaba manifiesta. El difícil reto digital de las personas mayores y la tecnología poco accesible. O llamémosle también, la brecha. Sí, la brecha que hace que los servicios pero también los derechos sean accesibles, ejercitables. Y con ello la transparencia, la interacción volitiva entre las partes de cara a perfeccionar un contrato, una prestación de servicios, o simplemente cualquier trámite ante las administraciones, señaladamente las administraciones tributarias, seguridad social, etc.
Calibrar la importancia que la vulnerabilidad, como estado de hecho pero también realidad circunstancial incide en las relaciones contractuales, exige dimensionar los efectos y constatación de la misma, máxime de cara a adoptar un acuerdo racional y eficiente para ambas partes de una relación obligacional. El lenguaje, el condicionado, la redacción de los documentos, la comprensibilidad del conjunto de derechos y deberes y la transparencia con o sin necesidad de una interpretación exigen hoy una especial protección tuitiva. Si en enero de 2021 salía una normativa ad hoc que cambiaba no pocos artículos del texto refundido de la ley de consumidores, ahora, hace apenas dos semanas, el pasado 25 de febrero veía la luz la ley 4/2022, de protección de los consumidores y usuarios frente a situaciones de vulnerabilidad social.
No podemos obviar que la vulnerabilidad es un estado, es una situación fáctica y real en la que se encuentra la persona (temporal o definitivamente), persona que, además, es y se comporta como consumidor y que va a necesitar una especial protección, ante situaciones de inferioridad y subordinación que deben ser equilibradas a fin de desterrar prácticas y comportamientos de un lado abusivos, de otro, que hagan aún más patente y aguda esa situación de inferioridad. Estado o situación que, indirectamente, sirve para clasificar o graduar a su vez a contratantes o a consumidores, sobre todo, aquellos que necesitan una especial o más intensa tutela jurídica frente a la noción estricta de consumidor o, si se prefiere, de consumidor medio o común. 
¿Cuándo un consumidor es una persona vulnerable y puede verse abocado a un abuso de debilidad por la parte fuerte de la relación contractual? ¿Son las circunstancias humanas, sociales y económicas en las que vive y trata de desarrollarse las que marcan una circunstancia y contexto de vulnerabilidad y propensión a la indefensión, la subordinación o la desprotección?, ¿existe per se y jurídicamente la figura del consumidor vulnerable?, ¿o son las especiales circunstancias socio-personales incluso psicosociales del consumidor las que le abocan a esa vulnerabilidad y fragilidad?
No cabe duda que factores circunstanciales como la migración, la falta de cultura o formación, el idioma, la pobreza, el desempleo, la discapacidad, el género, la violencia de género, la discriminación, la enfermedad, la renta, el ser familia numerosa en algunas situaciones y un largo etcétera de realidades y circunstancias las que debilitan y erosionan la libertad, la información, el conocimiento, la capacidad, el entendimiento, de la persona para contratar, para pactar, para discutir las cláusulas o elementos de un contrato, de una relación de consumo o simplemente para comprender ofertas comerciales. Incapacidad para detectar un engaño, una agresividad, la ocultación de información, el valor de un obsequio o la finalidad y el por qué del mismo de cara a una próxima contratación.
Vulnerabilidad que se convierte hoy en un concepto paraguas, indeterminado pero suficientemente perfilado al conjugarlo inmediatamente con una connotación humana y social real de necesidad. Vulnerabilidad ante qué, ante quién que se traduce en necesidad, en debilidad incluso mental, en ignorancia, en subordinación, en dependencia y, ante todo y, sobre todo, ante una desigualdad latente y persistente de poder y capacidad real de negociación, incluso ignorancia de atesorar o poseer ese poder. Hay mucho por hacer para que el equilibrio contractual con nuestros mayores no se rompa o se erosione.