Ester Bueno

Las múltiples imágenes

Ester Bueno


La paz y la palabra

26/02/2022

Nos encogemos de hombros ante casi todo lo que transcurre a nuestro alrededor. Se sucede la vida con un ritmo seguido de corazón de ciervo, desbocado y arrítmico en una cacería. Siguen las noches a los días, las lunas llenas a la oscuridad de la totalidad de muerte. Vuelca el circulo terrestre sus veinticuatro horas sobre veinticuatro con los únicos cambios de luces en las amanecidas, o las más o menores heladas, o los ratos de ocio que nos apartan del runrún del trabajo, de los pasos cansinos tras el despertador.
Hablamos de nimiedades, cada uno de sus pequeñas y miserables penas, de los odios que tenemos o nos tienen. Nos entretenemos con lo que otros deciden, política, noticias de sucesos, miramos nuestro ombligo, sin culpa desde luego, porque así nos hicieron los dioses que existieron en las diversas imaginadas creaciones de cada religión. Somos finitos pero eternos, dicen los padres de los libros santos. Así las cosas, nos regodeamos en nuestra parcela mínima, y creemos estar ultrainformados y megapreocupados porque escuchamos las noticias o que somos tremendamente solidarios porque apoyamos alguna causa justa. 
Una experiencia con la que identificaría esta zona confortable de la humanidad sería la de unas enormes pompas de jabón que vi en una ocasión en el barrio gótico de Barcelona. Era julio y estaba atardeciendo,  hacía ese calor pegajoso y salitre de estar cerca del mar y un hombre con un cubo y una cuerda de esparto lanzaba inteligentemente sus burbujas gigantes, irisadas, violáceas, contra el sol. Flotaban durante mucho tiempo, parecían etéreas e invencibles, sin embargo cualquier impedimento las destrozaba y convertía en gotitas pequeñas, insignificantes, absorbidas por el pavimento caliente e infernal de todo el día. 
Así estábamos en el primer mundo, dentro de una burbuja de colores, frágil, perfecta casi, pero rompible en un instante. Y de repente alguien decide que llegó la hora y que la destrucción de nuestra casa de olor a detergente es inminente y nadie es capaz de decir a tiempo que hay que parar o que hay que obligar a parar al que decide que nada siga igual. Continuamos debatiendo, argumentando, lanzando consignas en los medios a ver quién es el más altruista y ocurrente, mientras se mira de reojo de dónde viene el gas o cuánto va a bajar la bolsa con el estallido de nuestra casita de cristal. Las lágrimas corren por las caras de esos desheredados que podríamos ser cualquiera de nosotros dentro de cuatro días, porque estos estallidos de sangre y odio y prepotencia se transmiten en olas movidas por mareas que la luna no puede controlar. 
Tan libres y tan cultos y tan importantes como nos creemos. Tan poderosos y tan intocables. Y aquí estamos sin paz y sin palabras. La paz arrebatada. Los hombres en la guerra, las mujeres llorando con sus niños, huyendo de las bombas. Los campos arrasados, las ciudades mudas y horadadas por los cantos en túneles del metro. Ventanas estalladas, juventudes perdidas. El amor por la tierra de los antepasados abrazado a banderas que representan nombres de montañas y ríos. Tan poderosos y tan intocables y aquí estamos sin paz. Ojalá aún queden las palabras y que todo se pare y que hablando, escuchando y hablando, todo pare.