José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Götterdämmerung

11/02/2022

El alemán es único a la hora de sintetizar en una palabra lo que otras lenguas dicen con construcciones más complejas. Los melómanos reconocerán el título: «El ocaso de los dioses», la ópera final del Anillo wagneriano, que tuve la suerte de ver en el Real esta semana. Excesiva en duración, pero con momentos sublimes, el Ocaso es una reflexión sobre el final de una era —de dioses y héroes— que da paso a la mediocridad humana. La tetralogía de casi veinte horas consiguió una inmensa popularidad en su época que perdura hasta hoy, y no solo por lo musical.
Años después, Tolkien bebería hasta la saciedad de los mismos mitos que el maestro de Bayreuth en «El Señor de los Anillos», que sigue cosechando el fervor de cuantos la leen. Y George R.R. Martin, en la estela, y tras haber fusilado casi todo Shakespeare, pergeñó su «Canción de Hielo y Fuego», que devendría en aclamada y lamentable —por el final— serie televisiva, «Juego de Tronos».
¿Qué hace a estos tochos, que abarcan generaciones y mezclan lo humano y lo sobrenatural, tan inexorablemente atractivos? Por un lado, narrar conflictos y crepúsculos, dramas y finales. Siempre atraen. Por otro, tratar del poder y la ambición; las más antiguas pero las más poderosas de las motivaciones humanas, y no el ñoño amor de corazoncitos y «sanvalentinadas». El mundo se mueve por el odio, la revancha y el instinto de supervivencia, algo irresistible si se sigue desde la burguesa formalidad de nuestro sofá.
Por eso gusta la campaña electoral, esta otra saga que hoy termina —a Dios gracias—, por dejarnos atisbar lo más primitivo y animal de nuestra condición. Aun aburrida y plúmbea —como las óperas de Wagner— es una historia de codicia, de dominio. No se dejen engañar con cuentos de transparencia, programas, proyectos, objetivos, deudas históricas o localismos. Estas dos semanas han escenificado la lucha por sentarse en el trono de la ribera del Pisuerga y convertirse en los poseedores del anillo nibelungo. Y si algo se aprende de las analogías literarias es que no hay contendientes puros de corazón, no hay Prometeos en busca del fuego. Mueve la venganza, el orgullo, o lo que es peor, como a Sigfrido en el Ocaso, tan solo las pueriles ganas de jugar, cambiando el poder por un caballo, ajeno a su dorado fulgor no por rectitud moral sino por ingenuidad, dejando promesas fallidas, herencias soñadas, esposas traicionadas o hermanos apuñalados.
El domingo solo nos quedará saber quién acabará como el cándido héroe, alanceado por la espalda, quién hará de suicida valquiria arrojándose a las llamas, quién de desolada Gutrune, compuesta y sin novio, quiénes serán los dioses que desde el Valhalla miren todo creyendo seguir controlándolo sin darse cuenta de que están presenciando su derrota. Como en cualquier ocaso, en cualquier fin de la Historia, no podrá haber ganadores. Alguien me dirá que quizás las ondinas, que recuperan el oro y el anillo de él forjado y lo devuelven al fondo del río. Pero no olviden que el enano Alberich, la metáfora más perfecta de lo putrefacto y ruin, de la ambición y el poder, sale vivo de la obra. Y que sabe nadar. Es decir, que quizás la historia, toda la saga, puede volver a empezar de nuevo.

ARCHIVADO EN: Ópera, Juego de Tronos