José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Recordar el ayer

16/12/2022

La semana pasada fui a Venecia. Hay lugares a los que no se vuelve, porque nunca nos vamos de ellos. Cierta asimétrica comunión –uno cree pertenecer, pero nunca será percibido así– hace que se vivan incluso en la lejanía. Cuando se pisan otra vez, son espejos vitales que, en su inmutabilidad, nos devuelven a un inédito yo al cabo de los años. Algo que permite que el nuevo encuentro sea de alguien distinto y, por tanto, descubrirlos cual si fuera la primera vez, por mucho que esa sea imborrable. En uno de los cajones más queridos de mi mente se guarda fiel el recuerdo, ese escalofrío stendalhiano cuando lo visto en frías imágenes y fotogramas se convirtió en olores, sabores, sonidos; el asombro ante el paisaje que se tornaba realidad desde el aparente decorado que esperaba encontrar. Y algo de esa sensación perdura en cada encuentro, da igual cuantas veces se reitere. Además, esta vez tuve el placer de experimentar esa epifanía de forma vicaria, llevando a mis hijos a descubrir la Serenísima como en su momento hicieron mis padres conmigo.
Conté en mi viaje con la recomendación de lectura que me hizo un amigo y experto viajero, el libro de Cees Nooteboom, El león, la ciudad y el agua. Creo que es importante tener juicio crítico en la vida, pero más aún contar con asesores que sepas que tiene mejor juicio que el tuyo. El neerlandés me permitió aventurarme en otra ciudad fuera de la evidente, turística, la mil veces contada. Porque Venecia es una ciudad que invita a perderse en ella y a redescubrirla en cada esquina, lejos de las manidas atracciones o incluso de sus múltiples joyas arquitectónicas. Cada detalle subyuga, me atraen más los niños en la niebla de madrugada yendo al colegio por la fondamenta de extrarradio –si es que puede haber eso en la ciudad lacustre– que el repetido canal fotografiado desde un puente. La trasera de cualquier casa, mejor que la fachada del enésimo palazzo. Un paseo por el cementerio de San Michele antes que por la piazza de San Marcos. Es una ciudad que sabe mantener su espíritu, su identidad, a pesar de las hordas turísticas que la bombardeamos y que han llevado a más de dos tercios de sus habitantes a abandonarla en apenas 60 años. Algo que muchas otras las ciudades –Ávila entre ellas– debieran de grabarse a fuego: cómo exponer y vender la belleza al final puede conllevar la ruina.
Pero a diferencia de nuestra amurallada ciudad –la italiana también está cercada y defendida por las verdes aguas de la laguna– la de los canales ha sabido mantener su idiosincrasia, vivir del turismo sabiendo que los turistas, da igual cuantas veces vayamos, nunca seremos ella. No se esfuerza en ser amable; se exhibe, sin más, pero mantiene altiva y orgullosa su historia y su forma de ser, que subsiste a pesar de las muchas fotografías que intentan robársela, como las crónicas decimonónicas estereotipaban de los salvajes en su encuentro con europeos colonizadores.
Hay lugares a los que no se vuelve, siempre estaremos allí, incluso aunque un día no quede nadie, pero otros de los que no hace falta irse, porque se nos van poco a poco. Y no por despoblarse, como pudieran creer mis estimados tres lectores, sino por haber olvidado lo que son.

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