Ester Bueno

Las múltiples imágenes

Ester Bueno


Solsticio de invierno

18/12/2021

Los comienzos nunca fueron fáciles y menos los inviernos, sobre todo en una tierra habituada al frío y a las noches pequeñas. Hay ganas de finalizar cada camino que emprendemos con la esperanza o la certeza ilógica de que lo que vendrá será mejor. Y ahí nos debatimos entre el miedo a enterrar lo que fuimos y el pavor esperanzado de ver lo que seremos.
Ponerse frente a un espejo con muchos días por detrás y "rever", "revivir", "rellorar" y "redisfrutar" en cada caso, esos pocos hitos memorables que se fueron sucediendo hasta llegar al solsticio de invierno, donde la luna llora con hielo y con escarcha.
Escasos, breves, así son los recuerdos que atesoramos en nuestro pequeño bolsito del pasado, imposible rememorar las horas, los días, los pasos al trabajo, las comidas o cenas, lo que hablamos en los ascensores. Así,  solo envolvemos en papel de regalo para nuestra memoria lo que fue indeleble: las risas con amigos en alguna terraza, el regalo imprevisto, un viaje relámpago a la sierra, los días de dolor, la angustia o la tristeza de ciertas realidades, el beso apasionado y diferente. No es relevante que lo recordado sea importante o no para el resto del mundo, porque esas remembranzas, las propias y privadas, nunca están sometidas a ningún juicio público, al ser el patrimonio  de la privacidad más absoluta, en esa habitación a la nadie entra si no es con un permiso extraordinario, para el que solo uno tiene visado y sello en pasaporte.
Llegar hasta diciembre, aunque muchos no lo consideren, es una victoria contenida, ganar una batalla a los vaivenes de la geología y del destino, de la suerte y de los malos pasos, de la constancia y la inconsistencia de las cosas. Arrastramos los días en la primavera y nos vamos poniendo más erguidos, y nos alegran las plantas de las jardineras y el verdor de los campos si miramos hacia el horizonte; junio solaza nuestras caras y calienta el centro y la cabeza y hace correr la sangre más ardiente y más pura, renueva las aguas de los manantiales y rehace los versos que trazan el amor y los abrazos. Pero septiembre espera con sus ramas vacías, sus ocres y amarillos que entierran las semillas hasta las otras lluvias, de otro año, y nos va sepultando, y seguimos soñando nuevamente con lo que pasará después de otro diciembre.
Atravesar el solsticio de invierno es como cruzar el Rubicón con muy pocos soldados, apenas con una maleta ya gastada y unos cuantos enseres en nuestro pensamiento delirante de nuevas aventuras, novedosos senderos para cuando los días se pongan ya de largo y los azules no sean tan métalicos, sino un poco sedosos a la tarde.  Como animales dormitando, que aún así mantienen un latido más tenue, lento,  en una cueva caldeada por la propia hojarasca de lo que fueron matas abundantes y tiernas, protegidos porque aunque lo vivido en ese año dejó huella en nosotros, no consiguió la ventura doblegarnos y pensamos que acaso remontemos inviernos sin demasiadas penas, sin demasiadas glorias, pero sí con esos pequeños envoltorios, de muchas calidades, que contaremos quizás a los amigos cuando ya casi siempre haya soles de invierno en nuestras vidas.

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