José Ramón García Hernández

Con la misma temperatura

José Ramón García Hernández


Desafiando a un cuadro y el Niño de Elche

06/11/2022

Sobre todo no asustarse. La semana pasada colgué en mi muro una reflexión sobre uno de mis cuadros favoritos. Un cuadro que desde el primer momento que lo ví, me causó una impresión profunda, y comencé un diálogo con el mismo. 
Es un cuadro del pintor suizo Eugenio Burnand, un pintor realista y especialista en retrato, que murió gozando de fama, algo que no deja de ser algo extraño para cualquier artista que se precie. Está colgado en el Museo de Orsay en París, y desde luego no goza de tanta fama como esas obras ante las que se agolpa todo el mundo en busca del selfie enlatado. Y sin embargo pasa por ser una de las obras maestras de ese periodo.  Esto también es lo de menos, hay obras que nos dicen cosas y otras no llegan a traspasar el umbral de la necesaria postal.
El cuadro es Los discípulos Juan y Pedro corriendo a la tumba la mañana de la Resurrección de 1898. La verdad es que el título necesita un poco de trabajo de resumen, pero es tan realista como la obra que les invito a ver. 
Los dos van tan deprisa que parece que se les deba pedir perdón para que no tropiecen con uno mismo. Cuando lo vi por primera vez, me impresionó esa mirada, ese viento en el cabello, esa prisa por buscar no se sabe qué. Tenía 25 años y estaba tal vez en ese momento de la vida. 
Como ya he compartido en algún artículo más, poseo la extraña cualidad de guardar viva memoria de momentos que se que posteriormente tendrán significación en mi camino. Este fue uno, sabía que lo volvería a ver. No sabía cuándo ni cómo. Por una carambola, acabé con mi familia de peregrinación en este museo, y claro, el cuadro no estaba en la misma habitación porque el museo también había cambiado mucho (sí es una metáfora, pero al mismo tiempo una realidad). 
Cuando llegué después de preguntar a todos los celadores inimaginables, me senté delante de él en el suelo. Y volvió a operarse otro encuentro. 
Esta vez podía ver que me estrujaba entre Juan y Pedro. Ya no tengo la edad de Juan y me acerco a la de Pedro. Ya no miro como Juan, con una mirada que busca encontrar algo escondido, que es casi de puntería de precisión. Ya no voy vestido de blanco porque el barro del camino de la vida se me ha pegado a varios zapatos que he ido cambiando por el desgaste del trote, y además algún tono cálido explica mejor la gran característica del acogimiento. Mis ojos se han vuelto más abiertos, porque me dejo sorprender con mayor flexibilidad y facilidad. Y mis manos ya no piden, van en mi corazón para saber que es lo primero que debo ofrecer y en mi ropaje, para saber que es lo primero que no debo perder. Y además ya he encontrado mucho de lo que los dos parecían ir desesperados para buscar. 
Un auténtico regalo que me hizo llenarme de gratitud por el hecho de volver y por el privilegio de poder compartirlo con mis hijos, que desde luego cada uno se quedó con un aspecto. Javier de siete años, me dijo que creía que no tenía edad para sentarme en el suelo y mi hija Gadea de 14 años simplemente desapareció a punto de negar cualquier relación accidental conmigo, pero después la natural sabiduría nos permitió compartir el momento.
Pues esa misma impresión estética, si no superior, me la ha procurado el último concierto del Niño de Elche y Raúl Refree, con el nombre de Ectasis, en el que desde luego abandonan todo marco establecido con el flamenco para buscar entre armonías y desarmonías, todo una historia de Salvación que nos ha llevado a las personas a estar en un silencio inusitado en su presencia durante una hora y media de canto y música de una técnica y exploración fuera de este mundo para encontrarnos al final con Paco y Raúl, esta vez descendidos y vueltos a encarcelar en sus cuerpos humanos, tras habernos permitido a todos dialogar con lo que allí pasaba. 
Edmund Burke en su segundo libro que no tiene nada de política, y es el tratado de «lo sublime y lo bello» y considerado uno de los mayores tratados de estética, recuerda que lo sublime es lo que genera recuerdos e impresiones más duraderas y por eso se asocian al miedo. Lo bello necesita del concurso de toda la inteligencia y de toda la cultura que anida en nosotros, y por eso a veces es más efímera y agradable. Pero cuando lo bello llega a lo sublime se presentan los desafíos, y para estos, solo valen los más valientes, los que se atreven a dejar atrás lo más preciado y lo más cargante, a ellos mismos.

ARCHIVADO EN: Elche, París