Chema Sánchez

En corto y por derecho

Chema Sánchez


Un paraguas de color en nuestra infancia

21/10/2022

Mi generación, esa tierra de nadie comprendida entre los boomers y los millenials, creció con la carta de ajuste, con un tal Torrebruno, con aquellos partidos contra Yugoslavia en que se perdía constantemente la conexión, con el Royaume Uni, dix points y, sobre todo, con producciones norteamericanas que hoy observadas resultan casi dañinas a la vista. Pero que nos mantenían (y mantienen) atados al sofá a los mayores y a los niños, despanzurrados en la alfombra. El Coche Fantástico, El Equipo A, V… Leñe, aún me revuelve el estómago la imagen de aquel pivón llamado Diana (Dayana) tragando ratones, mientras se rasgaba la cara para mostrar su piel de lagarta. Con perdón, que nadie se me ofenda. 
Aquellos momentos se recuerdan con verdadero cariño. La infancia, esa patria de bondad, abrazos y alegría pasa con rapidez. Fugacidad anhelada. De aquella etapa guardo las caricias maternas en el bolsillo superior izquierdo, al igual que los abrazos de mi hermano Carlos, parapeto de lujo ante aquella invasión alienígena de serie B.
Las emisiones eran a eso de las siete de la tarde y, como ni cable, ni wifi, ni la madre que lo parió, nos plegábamos con alegría a lo que hubiera. Sólo disponíamos de dos canales de la televisión pública. Ahora tenemos mucho más de lo que necesitamos, y no atinamos a ver una puñetera película en la pantalla táctil. 
Unas horas antes, nada más concluir el telediario, sobre las tres y media, arrancaban las series animadas. Todo un acontecimiento para aquellas aves que aún no habíamos echado a volar, pajarracos en potencia. Esperábamos toda la semana para ver a D'Artacan y los tres mosqueperros, David el Gnomo o Willy Fog, monigotes que llenaron tardes y tardes de aquella niñez, momento perfecto para recoger la mesa o tomar un café con tranquilidad por parte de nuestros padres. 
Recuerdo con ansiedad la llegada del último episodio de aquel chiquitín y bondadoso gordinflas que daba besos con la nariz, como si fuera hoy mismo, y reparo en lo inocente que he sido toda la vida. O la de aquel perrillo que vivía enamorado de Juliette y salvaba todas las complicaciones posibles en la Corte Francesa, plagada de hijos de perra (con perdón, nuevamente), porque hasta en el mundo de los cánidos las envidias y traiciones, al menos entonces, estaban a la orden del día. Y qué decir del león que recorría el mundo junto a Rigodón y Tico, un Joaquín versión años 80, por una apuesta ideada por el mejor escritor que puede leer un preadolescente, como es Julio Verne… ¡Qué grandes ratos nos hicieron pasar! Era aparecer en el televisor la canción inicial –o el cierre– de cualquiera de aquellas producciones y ya estábamos berreando, como si no hubiera mañana. Pon la boca así como si fueras a beber, resoplando el aire poco a poco y a la vez, sale tu silbido y ya no hay nada que temer… Uno escribe emocionado esto mientras resuenan en la cabeza ésta y otras melodías memorables.
Esas series fueron posibles en otros tiempos, aquellos años del despertar, en los que salíamos del pozo, en los que lo mejor ya empezaba a no ir sólo a los de siempre –aunque éstos, cuatro décadas después, aún sigan revolviéndose porque siempre ha habido clases–. Tiempos, en fin, en los que probablemente necesitábamos infinitamente menos cosas para ser muchísimo más felices, y en los que se trabajaba con mayor empeño que ahora, a partir de los medios disponibles, pero buscando crear un producto que trascendiera. Ahora todo es para ayer y resulta efímero al instante. 
Acabo de aterrizar de un viaje a El Salvador. Increíble catarsis. Y, en contraposición con lo que he encontrado allá, la radiografía ante mí se resume en el título de aquella canción de los 90: Cómo hemos cambiado. No en todos los casos a mejor. 
Tras las comentadas animaciones había un productor, Claudio Biern, un mallorquín que nunca buscó protagonismos pero tuvo la colosal visión, adelantada a su época, de fundar BRB, un paraguas que llenó de color nuestra infancia. Con esa técnica tan buena y sutil que es la de hacer bien las cosas de manera que casi nadie se percate, nos ayudaste a entender ciertas lecciones vitales. Gracias, allá dónde hayas ido. Ya me entienden.

ARCHIVADO EN: Infancia, Guardo, El Salvador