M. Rafael Sánchez

La mirada escrita

M. Rafael Sánchez


¿Normalizar el acoso?

20/02/2022

El acoso es una lacra muy extendida en nuestra sociedad en cualquiera de sus formas, bien sea el escolar, psicológico, laboral, de género, físico, sexual, o el más reciente, el ciberacoso. A estos habría que añadir otros, como el acoso social a personajes conocidos y el acoso político. Algunos de los acosos citados son más conocidos por su nombre anglosajón: bullying, mobbing, stalking… y, aunque se estén dando desde hace tiempo, las nuevas formas de acoso tienen una característica que los distingue de los demás y es que ni en el hogar del acosado cesa la persecución. Pareciera ya que es algo tan arraigado y asumido que solo cuando sabemos del suicidio de una víctima adolescente acosada nos recorre un gesto de escalofrío que enseguida olvidamos. Entre adolescentes, el suicidio es la primera causa de muerte en España. 
Para centrarnos en el asunto, digamos que el acoso consiste en perseguir, molestar, perturbar la vida de la víctima elegida. Es tal la obsesión del acosador, que hace todo lo posible por maltratarla con tal de conseguir su objetivo, que no es otro que tener un dominio y provocar el temor y sumisión de la víctima. Sólo quien sufre alguno de estos acosos sabe bien de sus consecuencias, entre otras la huella que puede dejar en su salud mental, emocional o física, pues no deja de ser una forma de tortura continuada en el tiempo. Estas heridas pueden permanecer durante toda su existencia, pues el carácter, el manejo de las emociones o la socialización se modelan a lo largo de toda ella, sobre todo en sus primeros años.
Rosa Montero recordaba en un artículo cómo Nietzsche, a los 14 años, escribió: «En el transcurso de mi corta vida había visto ya mucho dolor y aflicción, y por eso no era tan gracioso y desenvuelto como suelen ser los niños. Mis compañeros de escuela acostumbraban a burlarse de mí a causa de mi seriedad». Las escuelas, colegios e institutos tienen sus «matones» dentro de sus aulas. Como también los tienen las calles, algunos hogares, el parlamento o muchos lugares de trabajo. No hay circunstancia que exima de responsabilidad al acosador, pues sería justificar una aberración que provoca sufrimiento. Y ni el color de piel, ni la discapacidad, ni la timidez, ni el sexo u otras circunstancias, pueden ser estigma que provoque dolor, sometimiento, baja autoestima... Para el que esto escribe, el color pelirrojo del cabello que en la adolescencia tenía le supuso un calvario de insultos, marginación, golpes, etc., del que por cierto, la lectura del escritor antes aludido –y de otros– ayudó a superar.
¿Y cuál es la psicología del acosador? Digamos que es «persona» que carece de empatía hacia el prójimo y cuya inteligencia emocional hace aguas. Las emociones destructivas se enseñorean de ellos y ellas, y el odio, ira, burla, mentira o prepotencia que usa como herramientas de maltrato, no los vive como una lacra personal a superar, sino que se siente orgulloso de tales comportamientos y forma de ser, algo que le encanta mostrar en público.
No se puede normalizar el acoso –que se ha ido incrementando durante la última década– y como sociedad sana –si acaso lo fuéramos– deberíamos tener una clara conciencia de que es un mal que, al igual que la violencia de género, no se puede consentir ni justificar en que «él es así», «siempre ha ocurrido», «son cosas de niños», «está enfermo», «no pasa nada», «es su carácter», «se lo merecen»… Y no sólo es culpable el que acosa. Quien le jalea, o mira para otro lado o le justifica, es cómplice. Es también maltratador porque lo consiente.