David Ferrer

Club Diógenes

David Ferrer


Defender las cosas

30/11/2022

A veces observo lo que va quedando alrededor de los contenedores, cerca de los portales. No piensen que me ha dado por una suerte de vagabundismo o que, pese al nombre que ostenta esta columna, poseo algún tipo perverso de síndrome de Diógenes. Tampoco soy un trapero de Emaús, dignísima organización. Simplemente soy curioso en cuanto a las cosas, a su recorrido y su procedencia. Cosas. Ya el propio nombre, tan variado y polisémico, no nos dirá nada. 
Sin embargo, nuestra existencia está apegada a las cosas. Las pequeñas, las grandes, las antiguas, los contenidos y los continentes. Por eso me apena cuando la gente, por causas diversas, se desprende de cualquier objeto, salvo por razones de salubridad o de pura ineficacia. Hay cosas y cosas, claro: me refiero a las agendas, las plumas, los discos, los cuadros, los libros, los adornos, los recuerdos de un viaje, por poner algunos ejemplos. Hace unos años junto a un contenedor vi abandonados un montón de papeles viejos, una pila de libros amarillos. Eran, desde luego, los libros de un muerto. Se quedan tan solos los muertos, como dijo Bécquer, que ni siquiera se respetan sus bienes más queridos y atesorados. El pack, como decía, era diverso, y daba lástima ver esos libros arrumbados esperando el matadero. Me acerqué en mi curiosidad y fui expurgando algunos. Había, por ejemplo, una primera edición de Valle-Inclán, algún Azorín, alguna novela decimonónica. Días antes habrían ocupado un lugar lustroso en una biblioteca personal, fueron objeto preciado de una generación y de otra hasta que ya no quedaran deudos, o estos no supieran la importancia de unos papelajos viejos. El Rastro de Madrid está lleno de cosas, de pequeños afectos, decadentes y decrépitos: cuando ves esas gafas antiguas, esos relojes de pulsera de mediados de siglo, es lúgubre pensar que fueron compañía de una vida y lo fueron, incluso, en los minutos primeros de la muerte. No hay cosa más triste que unas gafas de muerto.
Proliferan los filósofos orientales, como Byung Chul Han, que, como nuevos Savonarolas, sin su brillantez intelectual, recitan admoniciones contra las cosas. También hay presentadoras japonesas que invitan sin pudor a desprendernos de lo tangible, de lo que nos acompaña y pueda pesarse. Se puede, dicen, vivir con dos jerséis en lugar de ocho, con tres libros en lugar de quinientos, con una nube en lugar de mil discos. Llegan las navidades y se nos ofrecen experiencias en lugar de cosas: un pack con restaurante indonesio y un masaje balinés con música enlatada de cimbalillos; un paseo en piragua amazónica acompañado por un indio guaraní que te recita en su lengua pero que, si te llega un cocodrilo, si te he visto no me acuerdo. Han vuelto los vendedores de humo, los nuevos Barnum de magia circense. Y, sin embargo, yo prefiero las cosas, lo que puedo usar, almacenar, coleccionar y, si me apetece, romper. Así que, no sean tan rápidos al deshacerse de la biblioteca del abuelo. Puede que haya tesoros. O solo polvo. Y en cuanto a los regalos, siempre será mejor un libro que una caja con un vale canjeable por un vuelo en ala delta por el desierto del Gobi. Cualquiera se atreve.

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