La historia trágica del héroe troyano y su amor con la reina de Cartago nos devuelve la reflexión sobre el choque entre amor y deber, entre lo que hay que hacer y el placer de Cupido, que sigue siendo, aunque en modos mucho menos grandilocuentes, un tópico en la vida de muchos de nosotros. El amor aquí es traicionado por la intervención envidiosa de las brujas, que inducen a Eneas a dejar atrás a la enamorada reina, quien acaba de entregársele y a quien había prometido fidelidad eterna. Por eso nos releemos al escuchar obras como la más célebre ópera de Henry Purcell Dido y Eneas que, en coproducción con el Teatro Real, se ha estrenado en Madrid en los Teatros del Canal con una de las mejores orquestas barrocas del mundo, Les Arts Florissants, y sin duda parece que las artes renacen en esas manos vibrantes de emociones. Refinado montaje se expande, brillante, coproducido también con el Théâtre Impérial de Compiègne, Château de Versailles Spectacles y Gran Teatre del Liceu.
La obra, tomada de La Eneida, de Virgilio -junto con Cicerón, el autor más influyente y traducido durante siglos de la cultura romana- se convirtió en la clave del mundo lírico inglés, su primera gran cima, estrenada en Chelsea en 1689, a la que luego otras se sucederían. El mismo Purcell, o el Orpheus Britannicus dirigía y tocaba el clavicémbalo y ya ocho alumnos entonces interpretaron danzas añadidas. Aquí se representó con una pieza previa para completar el tiempo de tan breve ópera, alrededor de una hora, que también señalaba las maravillas de Orfeo y la belleza, ya que pudo incluso subyugar al pérfido Plutón, lo que ni Júpiter consiguió. Más de 300 años después, sigue provocándonos admiración sus ritmos, su delicadeza, su belleza contenida o manifiesta.
Purcell, como Bach, había seguido la tradición familiar, como su padre, quien había sido caballero de la Capilla Real, cantando en la coronación del rey Carlos II. Su hermano Daniel también fue compositor. Precoz, su primera pieza datada con certeza es una oda para el cumpleaños del rey, de 1670. Luego sería organista en Westminster y compuso diversos himnos pero es en el género lírico, unido a las tragedias, como Abdelazar, cuando logra su plenitud, pues en esas semióperas que compuso, como La reina de las hadas, se gestaría lo que luego Haendel culminaría en los teatros británicos. Murió joven, con 36 años y sería enterrado como uno de los grandes personajes del reino, en la abadía donde tocaba el órgano y que se ha convertido en panteón de hombres ilustres, con un epitafio que dice: «Aquí yace el honorable Henry Purcell, quien dejó esta vida y ha ido a ese único lugar bendito donde su armonía puede ser superada».
Lea Desandre borda el papel de Dido y es conmovedor el lamento final con el que acaba antes de morir. - Foto: Pablo LorenteWilliam Christie, frente a la orquesta, como especialista historicista, con instrumentos de época, ha dirigido muchas veces esta obra y se percibe su maestría. Al comienzo de la obra, Dido confiesa que sufre un «tormento inconfesable» y el espectador tal vez piense que no se debe tanto a sus presentimientos de la traición amorosa, sino a que ve a la reina embutida, como el resto de los principales cantantes, en un tubo o tronco de árbol metálico y del que no podrán moverse, a modo de largas estatuas, atrapados en ese artilugio. Mi corazón afligido comprende a quienes sufren, dirá luego. Y los espectadores pueden sufrir viendo la tortura de sus grandes cantantes. Los directores de escena últimamente se han convertido en tiranos terribles.
Grandes papeles
Lea Desandre borda el papel de Dido y es conmovedor y célebre el lamento final, Remember me, con el que acaba antes de morir. Renato Dolcini también hace muy buen papel como Eneas, clavado en esa incómoda postura, pero además interpreta el papel de hechicera sin cambiarse ni un pelo, calvo y con el mismo rostro. Esto resulta confuso, pues parece un Eneas raro, hasta que descubrimos cómo, sin travestirse, es en realidad otro papel... Bastaba ponerle una peluca o algún nuevo atuendo para haber resuelto el entuerto... Pero quienes diseñan estas óperas en modo contemporáneo lo hacen al modo abstracto, y allá el público con sus problemas. Belinda aparece con la excelente voz de Ana Vieira Leite, que compagina muy bien con sus compañeros. El coro, excelente también.
La coreógrafa y directora de teatro Blanca Li lo interpreta todo de modo contemporáneo pero con buen gusto y sutileza, si bien la danza a veces se convierte en protagonista tapando un poco a cantantes y orquesta. Sus gestos, a veces estrambóticos, como gusanos histéricos, otras delicados, van desfilando sobre un escenario sobre cuya superficie el agua es esencial y en la que, como salamandras, se deslizan y chapotean, saltan sin caerse y juegan, a veces casi desnudos, otras en bañador o con oscuros trajes que establecen un ambiente en blanco y negro de interesantes matices. Llama la atención la música previa, como si se necesitara de teloneros, y escenas en que simulan los danzantes un coito, cuyos sonidos interfieren con la exquisita pieza.
El cromatismo de luces y sombras y los paneles al fondo, como grandes cuadros dorados de texturas matéricas que recuerdan a ciertas composiciones de Miquel Barceló o Tàpies son verdaderas y refinadísimas obras de arte. Un ambiente contemporáneo que se adapta muy bien a esta obra barroca, simbólica, cuando se representa.