Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Ávila la isla

26/10/2022

Unamuno veía una casa en Ávila, con sus puertas y sus muros. Vista desde lejos, no deja de ser una hermosa alegoría que puede ser mostrada con orgullo vecinal y provinciano a las visitas. Esta idea, que recogió luego Jacinto Herrero en un hermoso libro, no era más que la contraposición que hacía el vasco de las pequeñas capitales castellanas a las modernas urbes que nacían en España, más o menos todas iguales e impersonales. Él ponía de ejemplo, nada menos, que a San Sebastián, pero pongan aquí a Barcelona o Sevilla. Luego esas ciudades denostadas por el pensamiento de Unamuno prosperaron, crecieron, adquirieron su propia personalidad y dejaron de pertenecer a la categoría de ciudades modernas para volverse coquetas y atractivas, con sus festivales de cine, sus museos de arte contemporáneo y sus puentes de tirantes. Las casas, las segovias, ávilas, sorias y terueles fueron quedándose con su pequeño atractivo rural, vendiendo lo poco que tenían a los urbanitas, como los pobres al monte de piedad, con una tímida esperanza de recuperarse con el tiempo y un milagro. El milagro no llegó y ahora, un siglo después, más o menos, la casa, que ya era vieja en tiempos de Unamuno, se va llenando de grietas y ya sólo la quieren los vencejos y las palomas, como es de rigor con el paso del tiempo y el no meter dinero en arreglos básicos: ya sabe todo el mundo que la casa que no se habita, cae en la ruina al poco tiempo. Uno tiene más o menos claro el porqué de esta situación. Aunque no sean, posiblemente, las únicas causas éstas que les voy a contar. Las ciudades pequeñas y medio rurales estorban. Estorban al pensamiento de nuestros días, que necesita de un progreso urgente y siempre en renovación para poder modificar la sociedad según sus patrones; lo que se ha venido a llamar de forma cursi y, probablemente malintencionada, ingeniería social. Estorban por su condición eminentemente conservadora, olvidando que lo son porque han sido condenadas a vivir de lo de siempre, de su pasado histórico y monumental y de lo poco que le puedan seguir sacando a la tierra. Estorban porque son pocos votos para cualquier partido y necesitan de un discurso político que, para muchos otros votos que se ganan en las grandes ciudades, resulta muy negativo. Estorban, en definitiva, porque invertir mucho dinero en ellas es, para los políticos de cualquier turno, tirar dinero. Así que, más o menos, le reparten cada año los mismos millones en proyectos que no se cumplen y en promesas que no se sienten. Y si, por algún milagro, surge algún plan, lo venden tocando la trompeta delante de ellos mismos, para que la izquierda (la mano, claro está) sepa bien lo que hace la derecha. En resumidas cuentas, estorban porque existen más allá de su condición de parque temático de la antigüedad. Así que se las deja morir de inanición. Se las aisla sin comunicaciones de importancia. Se las deja en sus viejos transportes de hace setenta años, lentos, como corresponde a su vejez. Se las excluye de las rutas de acontecimientos públicos... Sólo hay que ver los mapas para comprobar que hay un interés en esquivarlas con los trenes rápidos y las autovías, en dejar a sus gentes malviviendo con lo suyo, sus torreznos, sus chuletones y, con algo de suerte, sus monumentos. Son islas en mitad del país. Es Ávila, la isla.