José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Venticinco lustros

21/10/2022

José Sánchez del Campo fue un torero de finales del XIX, de aquellos a los que apostilló «toreros del romanticismo» en deliciosa obra de igual título Natalio Rivas, breve ministro de Alfonso XIII. Quizás el nombre no les diga mucho y les suene más su apodo, «Cara Ancha», o Carancha. Cuentan que, gracias a su buen hacer con el capote, tuvo cierto nombre en su época, la de Lagartijo y Frascuelo. Y que, para intentar diferenciarse de estos dos monstruos de la tauromaquia, buscó el favor del público intentando la más difícil de las formas de ejecutar la suerte suprema: recibiendo, el torero estático frente a la embestida del toro. Parece que lo logró varias veces, una de ellas en Madrid, en el año 1881, alcanzando gran fama por ello.
¿A qué se debe este introito taurino, estimados tres lectores, si me consta que ninguno de ustedes —ni muchos de nuestros conciudadanos— son dados a ese mundo denostado y en horas bajas? Pues a que a la hora de afrontar el tema de hoy me ha venido a la memoria el comienzo del famoso poema «Del pasado efímero» de Antonio Machado: «Este hombre de casino provinciano, que vio a Carancha recibir un día, tiene mustia la tez, el pelo cano, los ojos velados de melancolía».
Sí, estimados lectores, quería hablarles de un casino provinciano. El Abulense, por más señas. Que el próximo miércoles cumplirá 125 años, algo que se dice pronto, pero se tarda mucho en lograr. Si rebusco entre las instituciones de carácter privado y centenarias, se me aparecen este Diario, la Flor de Castilla —transmutado el nombre—, el Real Ávila o la Cámara de Comercio. Y seguro que alguna más que me dejo, vayan mis disculpas por delante. Sobrevivir ese periodo en un mundo que ha cambiado tanto puede ser cuestión de suerte, pero también implica grandes dosis de consistencia y entereza, cimientos sólidos y hábiles timoneles. Un casino, en nuestros días, es una rareza, un rescoldo de un pasado que ya no está, un nombre que ha devenido en lugar de juego más que en lo que realmente es y era en sus orígenes, un club social.
Los casinos de provincias reflejaban en los albores del siglo XX una sociedad anclada en el pasado e inmovilista, con miembros como el personaje que magistralmente retrata Machado en pocas líneas, pero también eran catalizadores culturales donde las nuevas tendencias e ideas iban germinando y se contrastaban. La adaptación posterior los convirtió en clubs recreativos y deportivos; el de Ávila ha sabido navegar tiempos complicados, reinventarse y subsistir como núcleo de socialización en esta época de pasión por el aislamiento, chalets con piscina, Netflix e internet.
Soy socio desde que guardo recuerdo, y he tenido la suerte y el honor de pasar algunos años ayudando en su gestión. Me enorgullezco de sus veinticinco lustros, y no puedo sino desear que nuestro Casino, el de sus socios, pero también el de toda la ciudad en la que se imbrica, cumpla muchos más. Y lo hará, porque afortunadamente ha sabido no aguardar al cielo ni temerlo; no ser prisionero en la Arcadia del presente; no ser de nunca, sino vivir sabiamente entre el ayer y el mañana; ser fruta orgullosa de la España que ha pasado y que será; poder mirar al futuro con su cabeza cana.