Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Árboles y otros milagros de primavera

29/03/2023

Ocurre porque hemos perdido nuestra capacidad de asombro. En la Edad Media y algo más acá, se tenía bien integrado que pasaban cosas maravillosas o, si se quiere, milagrosas. Los cuentos folclóricos y la literatura de caballería están llenos de ello. No hablo de hadas, duendes y demás fauna mitológica. Hablo de las cosas cotidianas, las que parecen quebrar la realidad, lo que quiera que sea eso, y presentarse ante nosotros con la naturalidad de lo diario. En ello, en el hecho de que lo real no era muy controlable y poco comprensible, también se fiaba el futuro y el presente porque cualquier cosa venida de lo milagroso podía cambiar tu vida bajo formas extraordinarias, como le pasaba a cenicientas y blancanieves. Lo real maravilloso sigue estando presente, pero ya no tenemos ojos para entenderlo. Hay un ojo adaptado a cada cosa que vemos, que está mediado por nuestros conocimientos, nuestra cultura y nuestra sensibilidad. Hasta ahora el mundo que nos rodea, el mundo occidental, la cultura judeo cristiana, era comprensible y transmisible. El arte nos era propio, como la música o la lengua. Podíamos pasearnos por cualquier iglesia románica y la sentíamos nuestra, aunque estuviera en Francia; ante un cuadro flamenco y nos sentíamos vinculados a su sentido. ¿De qué nos asombramos hoy? La necesidad de explicar todo de manera racional nos ha llevado a un mundo evidentemente mejor: erradicación de enfermedades, de supersticiones, de conflictos, qué se yo cuántas virtudes nos han venido de aquello. Pero también nos ha convencido de que, antes de nosotros, todo era irracional e ilógico. Y esto que vengo diciendo hasta aquí, sólo para hablar de algo tan simple como la floración de un almendro. Pero el pensamiento (también el racional) es así, y necesita divagar para llegar a algo de interés, si es que lo tiene. Paseando estos días por los parquecillos de los entornos de la ciudad (los jardines históricos los tienen abandonados y tristes), se encuentra uno con prunos, almendros y otros arbolillos que han echado flor como poseídos por una fiebre de belleza. Es una polución de color en mitad del final del invierno. Apenas han arrancado a hojear, metafóricamente, los árboles y los que lo han hecho parecen adolescentes a punto de afeitarse por vez primera cuando ya otros han sacado la ropa de verano y andan de romería. Pasas por un camino y se le ocurren a uno todas esas metáforas manoseadas sobre ellos: que si la nieve, que si el blanco de un vestido de novia... Y te paras ante uno de ellos como si ese árbol fuera, que lo es, una grieta que se ha abierto en mitad de la semana y conectase con el mundo de lo desconocido y lo milagroso. Y, claro, es sólo un árbol, pero es un árbol que transforma todo porque nos informa de todas las primaveras que en el mundo han sido y nos anticipa la que viene. A todo ello, hace siglos, se le hacían fiestas, bien entendido que eran regalos del cielo, milagros. Pero ya no está el mundo para fiestas, y menos de este tipo, porque requieren algo más que tirarse tomates o disfrazarse de parienta con bata de guatiné. Y, cosas de la semántica, yo ando aquí, hablando de mi árbol, el que yo he visto y que me ha sugerido este artículo. Pero cada uno andará pensando en el suyo, el de delante de su casa o el que se encuentra cada mañana cuando para el coche cuando va a dejar a los niños, o en el atasco de turno. Ya sabemos que es sólo un árbol, pero también que ese árbol hace la primavera. Y cada uno lleva su milagro consigo, independientemente de que tengamos o no ojos para verlo.