Carolina Ares

Escrito a tiza

Carolina Ares


Reflexiones con recua

04/03/2023

He colocado la mesa de frente a la recua, para poder describirla en esta hoja en blanco. Al principio eran seis, ahora son diez, aunque deberían ser once. Pastan tranquilamente por el prado inclinado, evitando las matas de flores amarillas. De vez en cuando, los pequeñines echan a trotar contentos, alrededor de los demás, jugando y disfrutando de esta mañana de domingo. Cuando lo hacen, mi corazón brinca con ellos y no puedo evitar pensar lo poco que hace falta para ser feliz en realidad. Ahora mismo yo me conformaría con esto: el campo, los burros en el prado, papel, boli y unos cuantos libros. Y a vivir. Todo lo demás sobra. 
Ni siquiera es un día bonito: una mañana gris, de invierno, los árboles desangelados, las flores resecas y cierta brisa que no para de soplar.  Los burros mueven sus orejas y en este gesto encuentro más alegría. Un abejorro revolotea sobre el perejil, los pájaros pían a mi alrededor y un perro ladra en la distancia. El único sonido fuera de lugar soy yo, tecleando estas palabras y me maldigo por romper la magia, así que vuelvo a parar y me centro nuevamente en la recua. Mi madre se asoma a la ventana con un diario mío del 99 y se dedica a leerlo en voz alta: «Estoy empezando a aburrirme de escribir, pero lo intento. Mañana seguiré»; «hoy no he hecho nada divertido, he estado conmigo leyendo y me he acabado de leer el libro». Mataría por saber qué libro es. Digo un montón de veces lo aburrido que me parece todo. En un momento dado escribo que hace un calor espantoso y pienso que escribía mejor entonces. No varía mucho de lo que he hecho estos días, pero parece ser que con once años no ves la vida como con treinta y cinco.
Un burro se acerca, levanta las orejas, me mira y yo le miro. Así nos quedamos un rato. Un poco más tarde sigue su camino hacia una zona de tierra y se revuelca en ella. El resto de la recua no tarda en seguirle, salvo el burrito más pequeño, marrón y muy peludo, que se queda de espaldas pastando. Cuando ve que todos se han ido agita las orejas y corre al trote hacia el resto.
Un rato más tarde bajamos al pueblo con intención de comer en el bar, pero nos ve un amigo de mi abuelo y nos invita a comer en su casa. Acabamos todos juntos comiendo garbanzos en la cocina y qué bien se está. Por la tarde mi abuela pica berza para hacer cocido. Huele toda la casa a la verdura cortada. En uno de los pocos canales que tenemos dan El Golpe. Nunca la he visto, cómo la disfruto.
A la mañana siguiente me intentan enseñar a abrir leña. Porque la leña, me dicen, calienta tres veces, al tirarla, al abrirla y al quemarla. Sergio y su padre se turnan para abrirla y entre medias intentan que aprenda. Separa las piernas, pero los pies a la misma altura. Desde atrás, déjala caer. Imagínate que estás enfadada… entonces recuerdo la que han preparado con los libros de Roald Dahl, pero da igual, porque no tengo mucha fuerza. Estoy segura de que si lo hiciera con más frecuencia aprendería. Y si no lo hiciera, pasaría ratos agradables charlando mientras otros lo hacen. 
Que sencillo parece todo en el campo. A veces me pregunto qué ganamos al irnos de los pueblos, mientras observo todo lo que perdimos. Y, sí, sé que algunas cosas las hemos ganado allí y que las ciudades son necesarias. Pero no dejo de pensar cómo sería despertar cada mañana con el piar de los pájaros, ni cómo sería ver la recua al volver de trabajar. O igual me he equivocado y la frase final debería ser: qué sencillo parece todo en vacaciones.

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