M. Rafael Sánchez

La mirada escrita

M. Rafael Sánchez


Lugares con alma

30/10/2022

Nuestras relaciones nos identifican. No sólo las que mantenemos con las personas que nos rodean, sino también las relaciones que poseemos con nuestro entorno. Si nos preguntan cuál o cuáles son los lugares que más recordamos, nos gustan y a los que deseamos volver cuando podemos, seguro que todos podríamos decir más de uno. Allí nos sentimos tranquilos, el ritmo de la cotidianeidad nos da una tregua y, aunque ese paisaje, pueblo o rincón lo tengamos muy visto nunca nos cansa. Queremos regresar, siempre que podemos, a ese espacio donde la armonía es una posibilidad y el sosiego es un hecho. En ese lugar se encuentra nuestra alma.
Dice Ives Bonnefoy en su maravilloso libro El territorio interior: «Amo la tierra, lo que veo me colma, y en ocasiones llego a creer que la línea pura de las cimas, la majestuosidad de los árboles, la vivacidad del movimiento del agua en el fondo del cauce, la gracia de la fachada de una iglesia…c sólo pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien.»
Los lugares con alma nos subyugan con solo recordarlos, con sólo hacerse imagen en nuestra mente y morada de nuestra emoción. Pero puede que los hayamos visitado tan sólo en una ocasión o, incluso, que nuestros pies nunca se hayan posado y caminado sobre ellos. En este caso, y a causa de alguna lectura o imágenes vistas, les hemos dotado de un poder evocador intenso y ya forman parte de los lugares que amamos.
Tener un buen ramillete de lugares con alma es disponer de una amplia colección de cartas de navegación por la vida con las que afrontar planes de futuro y juegos de recordatorio. Mi personal colección de cartas comenzaría con lugares que nunca he visitado y creo difícil que alguna vez llegue a hacerlo. Por ejemplo, Islandia. Una «terra incognita» que aún no he cartografiado en mi mente con la vivencia de la estancia, pero que me atrae como si fuera el espacio ancestral del que provienen ciertos rasgos físicos que me identifican. Y el frío, la soledad, los paisajes infinitos y vacíos, son un cebo con que alimentar querencias para la vida. No digamos ya la descomunal longitud de su noche invernal, auténtico reto de supervivencia anímica. Dice Bonnefoy en el libro antes citado: «¿Cuál es el lugar del Tíbet, por ejemplo, o del desierto del Gobi, en mi teología de la tierra? Pienso en esos países porque, como ningún otro en este mundo, son distantes, escarpados, desconocidos. Y nada me conmueve más que los relatos de errantes en el Asia Mayor.»
Lugares con un paisaje natural vivo o con un paisaje cultural pretérito son muchos donde elegir para allí posar nuestro cansancio y reconvertirlo en esperanza. Es una música íntima la que nos envuelve con su recuerdo, es una energía la que nace con su evocación. Alguna vez, en esta columna, he evocado a Murias, pequeña aldea en el valle del Corneja que mantiene su ancestral maridaje de vergel, agua, monte, casas y muros de piedra. Es un lugar con alma, una de esas cartas pequeñitas pero muy mía si la comparamos con todo lo que podemos hallar en Grecia, Italia, Egipto, y tantos otros lugares que circundan el Mediterráneo y donde la vibración de su aire azul y la calma firme de sus aguas lamen la piel tan bella de sus ciudades, templos y arte y que, como un cofre de belleza infinita, allí aguardan a quien quiera descubrirlas.
En palabras de Ana Jiménez, todos los lugares tienen alma, aunque a veces no sea la nuestra. «Vamos dejando un trocito de nuestra alma en aquellos que nos han emocionado, esos donde hemos vivido o sentido cosas especiales y, por eso, ponemos esos lugares en nuestro recuerdo para siempre, porque el hilo que une nuestra alma con ellos no se rompe nunca.»

ARCHIVADO EN: Grecia, Islandia, Egipto, Italia