1994. 'A can de mor', Chiquito crea un dialecto

Carlos Dávila
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1994. ‘A can de mor’, Chiquito crea un dialecto

Bochornoso calor, se fuga Roldán, dimite un ministro… Se inventó todo un dialecto que, con mayor o menor fortuna, repetía toda España. Sus frases y sus andares saltarines compusieron todo un florilegio esperpéntico: «Grijandemor», «Diodenal», «Al ataquer», «Hasta luego Lucas», «¡Cobarde, pecador!» o «Fistro vaginal», eran la base de sus actuaciones siempre iguales, porque el público acudía a oírselas más que a escuchar sus chistes, malos, que utilizaba solo como disfraces de sus expresiones espasmódicas. Era un tipo entrañable aquel Chiquito, nacido nada menos que como Gregorio Esteban Sánchez Fernández. Antes de convertirse, según encomiástica confesión propia: en «todo un laboratorio del arte», fue un regular cantaor de flamenco y copla que se dejaba la vida divirtiendo en las ventas a los señoritos: «Son muy agradecidos», solía decir luego.

 

En realidad era Chiquito epítome de una España atolondrada y espantada por tanta basura interna que seguía estupefacta la peripecia de todo un director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, huido a Francia después de acumular en bancos extranjeros la respetable cifra de 1.500 millones de pesetas, comisiones, sobornos, obras exageradas… Todo le valía a este oscuro concejal de Zaragoza para labrarse un porvenir de rico que se frustró cuando se descubrió su abyecta tajada. Se puso en manos de Francisco Paesa, un chantajista profesional que trabajaba para el Ministerio del Interior, y a la postre, fingió ser apresado en Laos, país que en realidad nunca había visitado. La fuga le valió el puesto al buen ministro Antonio Asunción y para intentar su encumbramiento como candidato a la Presidencia del Gobierno, su sucesor, Juan Alberto Belloch («Luis Alberto» le llamaba Felipe González) se inventó todo un episodio de aprehensión en el que no faltó ni siquiera un personaje de tebeo: el Capitán Khan.

 Todo era posible en España en aquel momento, incluso una tercera huelga general patrocinada por los sindicatos de clase, UGT y Comisiones, que esta vez protestaban por una reforma laboral con la que el Gobierno, agónico ya, trataba de paliar nuestro espantoso índice de paro; nada menos que el 25 por ciento de la población activa. A los moderados del Gobierno y del PSOE se les volcaba la culpa de tantos sinsabores económicos y el receptor de todas las iras era Carlos Solchaga, al que el presidente quiso disimular enviándole como portavoz del PSOE en el Congreso. Duró un minuto: la vorágine de la corrupción también se lo llevó por delante, tanto como a su partido que perdió las elecciones europeas que resultaron ser el embrión de su derrota general año y medio más tarde. Una de aquellas centrales sindicales, la UGT, se disolvió prácticamente como un azucarillo cuando inopinadamente estalló el último escándalo del país: la Cooperativa PSV. Una idea de la organización articulada por un tal De Sotos que terminó con los huesos de Nicolás Redondo Urbina fuera de la poltrona obrera, de la Secretaría General, que llevaba desde que en el Congreso de Suresnes él y González se repartieron el poder partidario: «Tú te quedas con el PSOE, y yo me conformo con la UGT». Excuso recordar como terminó aquella forzada bicefalia.

 Fue aquel año, 1994, tiempo de muertes sentidas. En España, la que más, la de Don Juan de Borbón, el Conde de Barcelona. Al que Franco había humillado sin piedad depositando la Corona en su hijo Don Juan Carlos. Don Juan falleció en Pamplona tras años de sufrir un cáncer de garganta que arruinó una de sus querencias más expresivas: la voz. Era un hombre de una enorme cercanía, simpatía a raudales que, con su oposición media y final a Franco, hizo creíble la monarquía liberal, no la del 18 de julio que había pergeñado el susodicho Caudillo. Tenía Don Juan un respeto imponente por la Institución y por eso entendía muy mal que sus nietos, por ejemplo, se casaran con «el primero o la primera que llega», frase textual suya. El tiempo parece que le ha dado la razón. 

 Por ahí fuera también cayeron gentes de tanto abolengo popular como Mario Moreno, el entrañable manito Cantinflas, cuyos monólogos sarcásticos, plenos de comicidad pero ininteligibles, hicieron reír a un par de generaciones hispanas del siglo XX. También se marchó de ese mundo, y todos lo celebramos, el autócrata de la República Democrática Alemana Erich Honecker, uno de los mantenedores de la franquicia de un estado soviético del que todavía no conocemos en profundidad toda su extensa maldad. Quizá porque los alemanes, arietes siempre de la simplicidad aprovechada, decidieron a partir de 1989 pasar página del antes Hitler y del después, el dominio comunista de un gran parte de su territorio. 

 Más lamentamos todos que se terminara la vida de la deliciosa intérprete de Desayuno con diamantes. Aquella preciosidad flacucha, Audrey Hepburn que se enamoraba de España cada vez que recaía por aquí pero que invariablemente agarraba unas amigdalitis de caballo apenas terminaba de asistir a las corridas de Las Ventas a las que era muy aficionada. Y no puede olvidársenos la muerte de nuestro Nobel mundial, Don Severo Ochoa, que se refugió en Madrid en los últimos años de su vida sin parar de llorar, y no es una metáfora, la ausencia de su mujer, Carmen García Cobian, a la que sobrevivió muy a su pesar. Todos los días, a eso de la una de la tarde, don Severo pedía un Dry Martini y se lo bebía muy despacio mirando sin cesar el retrato de su esposa; luego se marchaba amicalmente a engullir interminables fabadas en El Luarqués. 

 Y los escándalos no paraban: el Banco de España, felizmente adoctrinado para la causa por el Gobierno felipista, intervino el Banco de España y Mario Conde, el personaje que había llenado años las páginas de toda clase de periódicos, desde los amarillos a los salmones de economía, se preparó para ir a dormir a la cárcel, menester que consiguió en una Nochebuena. 

ETA, por su parte, acosada hasta la extenuación por nuestros Cuerpos de Seguridad, aminoró su letalidad, solo mató en aquel ejercicio a 12 inocentes, entre otros,  dos generales del Ejército. El Ministerio del Interior era una olla en convulsión; había parido su titular, José Luis Corcuera, una Ley de Seguridad Nacional, denominada festivamente de «la patada en la puerta», que el Constitucional tumbó en un par de artículos, tampoco muchos más, pero Corcuera, digno él, se sintió concernido y presentó la dimisión a Felipe González que ya por entonces no sabía cómo quitarse de encima a aquel aguerrido sindicalista de Pradoluego, Burgos. 

 Aquello y otras muchas cosas (por ejemplo, el paro impopular de los pilotos de Iberia por aquí, y por allá la expulsión del drogadicto Maradona en el Mundial de Fútbol) entretuvieron al país en un momento en que se asaba literalmente con el verano más cálido que se recuerda: 49 grados en Murcia y parece que hasta 38 en el mismísimo Burgos. 

En el Vaticano, Juan Pablo II se cansó de los curas y obispos que gozaban más con las soflamas populistas que con las homilías domingueras y les mandó callar, ni una militancia más, ni política, ni sindical. Era mucho Papa aquel Juan Pablo II que nunca quiso bendecir el matrimonio de conveniencia entre el nauta millonario Onassis y la viuda de todo el mundo, Jacqueline Onassis, muerta también en aquel mayo. Pasaron meses antes de que aquí se nos fuera el simpar Alberto Closas, una de cuyas últimas charlas en la radio de Antonio Herrero terminó de esta manera: «Me voy hasta la semana que viene, si no vengo, ¡echádme de menos!». Y no volvió. Fue el gran actor de la última parte del siglo anterior, un enamorado de la dicción artística. Ese obligado cumplimiento al que ahora no se atienen tipos encabritados, que parecen estar mascando goma arábiga en cualquier papel. Preferentemente de la Guerra Civil.