1991. De Guerra a las guerras

Carlos Dávila
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1991. De Guerra a las guerras

Y  ganó Gil el esperpento marbellí. Las crónicas recuerdan al Alfonso Guerra del helado día 12 de enero como «un hombre desmadejado, cabizbajo y pensativo». No era para menos. En el escenario, religioso antaño, de la Iglesia de San Francisco de Cáceres y rodeado de leales sorprendió a casi todos con este aviso: «Me propongo dejar mis tareas de Gobierno». Un escalofrío recorrió las médulas de los asistentes que ni siquiera fueron capaces de entonar un miserable: «¡No te vayas, Alfonso!». Solo lo sabía de antemano su fiel presidente de Extremadura, Rodríguez Ibarra, que, según recogen aquellas crónicas, desafió a los pocos periodistas presentes en el acto con un: «Os vais a acordar de él».

Una frase que, evidentemente, está refrescando ahora cuando Alfonso Guerra aparece como el mecenas del constitucionalismo español. La realidad es que, en sus caóticas memorias que no son precisamente tales, Guerra puede afirmar que había dimitido ante su antiguo amigo Felipe González -a la sazón ya no lo era- tres veces. Así que, a la tercera fue la vencida sin que, la verdad, el presidente llorara públicamente su marcha. Es más, la aprovechó para reorganizar el Gobierno en cuya Vicepresidencia situó al catalán, luego jefe de la Caja de Cataluña, Narcís, nacido Narciso, Serra. Visto con los ojos de hoy, la foto de aquella composición ejecutiva sería un escándalo; solo una mujer entre tanto encorbatado, la desgalichada en retórica Rosa Conde.

Pero el Ejecutivo, y como quien no quiere la cosa, se hartó en aquellas fechas de pregonar que Guerra había elegido el peor momento para huir de la quema que le perseguía. «Lo ha hecho por venganza», musitaban en privado los ministros, porque lo cierto fue que a los tres días estalló, como una maldad inducida por el sátrapa Sadam Husein, la Guerra del Golfo. Aquella misma madrugada del 16 de enero, George Bush sr. envió a los cielos iraquíes a toda una tropa de aviones letales, los F-15, que se hicieron acompañar en el bombardeo sobre Bagdad de los Tornados británicos. El exlíder del PSOE no dudó un minuto y se sumó a la Tormenta del desierto, tal y como la bautizó el máximo jefe de la recuperación de Kuwait, el general de cuatro estrellas norteamericano Schwarzkopf, el cabeza de hierro que sometió a las tropas enemigas en una guerra que duró apenas 42 días. Los justos para devolver a los kuwaitíes sus pozos de petróleo. España entregó su espacio aéreo a las tropas aladas de la coalición, e incluso movilizó a los mozos de reemplazo por si sus servicios fueran necesarios. ¿Qué hubiera sucedido si eso lo hubiera decretado Aznar? Los cálculos más aproximados cifraron en 8.719,4 millones de pesetas nuestro gasto en aquella tormenta.

Los últimos relámpagos del conflicto bélico se vivían en España con menos polémica de la que luego se desató precisamente en la segunda guerra contra Sadam, ya en los tiempos de Aznar. Un presidente austero de fondo y forma que, en aquel año, lideró la alternativa de su formación en las elecciones generales. Cosechó un resultado discreto, 107 diputados, pero, claro, no logró a las primeras de cambio expulsar a González de La Moncloa. Realmente no lo hizo hasta cinco años después. 

Pero la marea popular ya empezaba a surcar las urnas hispanas, de tal forma que en mayo el Partido Socialista perdió Alcaldías tan emblemáticas como las de Madrid y Sevilla. En la capital del Reino había dimitido el singular munícipe Agustín Rodríguez Sahagún. El hombre abandonó, ya cercenado por el cáncer y muy disgustado por su enfrentamiento, nada soterrado, con su patrón político de siempre, Adolfo Suárez. Otro que también puso pies en polvorosa apenas conocido su estruendoso fracaso con el CDS en los comicios. Ahí realmente acabó la vida política del ya duque. 

 No era duque sino más bien un tipo ordinario, grosero, chusco y atrevido Jesús Gil y Gil, presidente del Atlético de Madrid, que se alzó en las elecciones con la primogenitura del ayuntamiento de Marbella. Triunfó estrepitosamente (19 de 25 concejales) y, fiel a su estructura vital tan rebosante de demasías, anunció apenas llegado al sillón municipal que procedía a limpiar su ciudad de «putas, drogadictos y maricones». Literalmente. Lo curioso fue que formuló el anuncio con la complicidad del público en general, el mismo que algunos años después le envió al infierno, víctima de su corrupción generalizada. 

 Y es que en España, que había tolerado mirando a otra parte todas las prácticas irregulares de cada quien, partidos desde luego incluidos, comenzó a bramar contra los enriquecimientos ilícitos y rápidos de bochornosos políticos, enredados además algunos, los del PSOE y el Gobierno, en otra guerra, esta vez muy sucia: la del GAL. Una facción contraterrorista que liquidó en el cuatrienio 1983-87 a 27 personas, algunas de ellas ni siquiera pertenecientes a ETA. Al principio se volcaron las culpas sobre dos policías tan irrelevantes como patéticos: el comisario José Amedo y el traductor de francés, esa era su gracia, Míchel Domínguez. Fueron juzgados, les condenaron a una centena de años de prisión, se enfadaron mucho y por la cuenta que le traía a Felipe González, se dio la orden de no molestarles demasiado, de darles un dinerete por ver si con la pasta en la buchaca se callaban del todo. No lo hicieron y Garzón, juez por aquel entonces y recién regresado de su aventura política frustrada, sugirió que la X del GAL se llamaba Felipe González Márquez. Hoy está asumido.

 Y de las guerras domésticas a las europeas, porque aquel tiempo estalló el embrión de la que luego se llamó la Guerra de los Balcanes. La antigua Yugoslavia del dictador Tito formada por siete federaciones enfrentadas permanentemente entre sí empezó a deshilacharse. Croacia y Eslovenia inauguraron la diáspora con dos proclamaciones unilaterales de independencia que provocaron la eclosión de un conflicto que se hizo terrorífico en Kosovo. Fue en sí misma una guerra de secesión cuajada de miles de actos inhumanos, hasta el punto de que la brutalidad pareció igualada a las actuaciones de los nazis hasta 1945. Se desgajaron todas las repúblicas de su núcleo original y Radovan Karadzic, el psiquiatra criminal, fue llevado al Tribunal de La Haya. Aún sigue en prisión el genocida.

 Y por abandonar aquella sangre espantosa y terminar con premios, que es una bonita manera de culminar aquel año de tanta guerra, Miguel Delibes, con mucho retraso, recibió el Premio Nacional de las Letras. Se lo tomó como un aperitivo más de sus próximos escritos que, curiosamente, nunca llegaron. Como no llegó su participación fáctica en la Real Academia. No era un hombre ni para la popularidad, tipo Cela, ni para el dinero que le hubiera apartado de Valladolid. «Aquí estoy y aquí me quedo», comunicó cuando de inicio le ofrecieron la dirección de El País. 

El dinero que circulaba pródigamente en una España que, según dejó claro el ministro de Economía, Carlos Solchaga, «es el país en el que más rápido uno puede hacerse millonario», un país en el que la peseta se iba despidiendo con fusiones bancarias inusitadas hasta entonces. Se unieron en coyunda buena para las dos partes el Banco Central y el Hispano, caldo de cultivo para una reorganización financiera que inauguró los 90 con siete bancos y que ha terminado con solo tres grandes entidades. Antes España ni siquiera daba para tanto, ahora España está encaramada en los primeros puestos del mundo mundial. Somos ricos o, como diría Mariano Rajoy, en aquel año secretario general del PP: «¿O no?».