La pluma y la espada - Marqués de Santillana (II)

La plenitud vital y literaria de un precursor


Íñigo López de Mendoza, que se mantuvo al lado de Juan II hasta sus últimos días, se convirtió en una figura clave de la época por sus lecturas y escritos

Antonio Pérez Henares - 21/11/2022

Íñigo López de Mendoza, después de su servicio a Juan II en sus luchas contra aragoneses y navarros, fue recompensado con 11 nuevos pueblos y 500 vasallos en sus predios alcarreños y se dedicó sobre todo a ellos, al tiempo que defendía sus derechos en las Asturias de Santillana contra el marido de su hermanastra. Luego partió con las tropas reales hacia Granada, pues Juan II decidió emprender la guerra contra los musulmanes. 

Tuvo que quedarse, enfermo en Córdoba, y quizás esa indisposición le viniera bien, pues, llegada la expedición a la Vega de Granada y trabado combate resuelto con la victoria castellana en La Higueruela, surgieron las quejas de los nobles castellanos, entre ellos los condes de Alba y de Haro, parientes suyos, por el trato que Álvaro de Luna les daba. Este los acusó de querer pactar con los infantes de Aragón y era tal su ascendencia sobre el rey que este los mando prender. Temeroso de correr la misma suerte, amigo y primo como era de ellos, decidió marchar hacia sus tierras alcarreñas y se recluyó en su castillo de Hita, de donde salió tan solo para estar al lado de su madre en su lecho mortuorio (1432).

Los cinco años siguientes decidió que lo prudente era quedarse en su casa y en sus tierras. Dedicado a cuidar sus haciendas y escribiendo, pero sin hacer ruido, manteniéndose en discreto contacto para no encelar al de Luna, a Juan II. En 1435, el rey y la reina, la que había sido infanta de Aragón y con quien tuvo muy buen trato en su primera juventud, visitaron Buitrago de Lozoya y al año siguiente fueron a Guadalajara, donde pasaron una larga temporada. La cercanía con ellos permitió aliviar la tensión con su poderoso que se concretó, además, en una boda. La del primogénito de la casa Mendoza, Diego, con la sobrina de don Álvaro, Brianda de Luna. 

El retablo 'Los Gozos de Santa María', en el Prado, representa al marquésEl retablo 'Los Gozos de Santa María', en el Prado, representa al marqués

Fueron años de intensa actividad creativa del patriarca, que se vieron interrumpidos por la vuelta a los campos de batalla, pues en el año 1438 marchó a la guerra con sus mesnadas y como Capitán Mayor del rey en la frontera de Jaén y Córdoba, donde logró una conquista importante, la de la villa de Huelma y la fortaleza de Bexis, en la que dio muestras de astucia y valentía. Habiendo tomado la ciudad y encastillados los moros en su alcazaba, llegó la noticia de que el rey de Granada venía con todas sus tropas. Pero algo lo puso en alerta y, en vez de retirarse como le pedían sus capitanes, optó por salir en cabalgada a campo abierto a ver qué verdad había en ello. 

Juan Mena lo glosó de esta manera: «Se le querían dar los moros, estando en aquesta plática, dixéronle que el rey de Granada venía con todo su poder a socorrer aquella villa. Íñigo López quiso cavalgar y salir al campo, y los cavalleros que con él estavan se lo contradecían y aconsejavan otra cosa, y él les dixo que no le parecía cosa hacedera a cavallero curar del trato estando en el campo los enemigos. Y así determinado y queriendo salir, supo que no era verdad la venida del rey de Granada y la fortaleza se dio». 

Pero no por blandir la espada dejaba don Íñigo de darle a la pluma y de aquellas sierras fronterizas se trajo escritas algunas de sus más famosas serranillas. Entre ellas, la muy mentada a la moza de Bedmar, en la jienense Sierra Mágina, y la más reconocida de todas a la vaquera de la Finojosa, en la de Córdoba. Fue bien la campaña y el rey nazarí se avino a treguas y tributos.

Volvía contento pero se le avinagró el retorno. El rey, una vez más, había dado un giro y cedido ante su cuñado, dándole permiso para ocupar tierras suyas en Santillana. Volvió él a retraerse a la Alcarria e hizo valer su disgusto, consiguiendo que le fueran restituidas, pero estaba claro que Juan II y su valido muy de fiar no eran. 

Cambios de bando

Lo que le esperaba a Castilla iba a ser mucho peor. Y los cambios de bando, una constante. El Mendoza apareció tanto al lado de los infantes de Aragón como del rey. Se sumó primero a estos y la coalición de nobles pues el monarca, alentado por el valido, le había quitado Guadalajara para entregarla al príncipe don Enrique, después rey y tildado de Impotente. Desde luego, cuando casó con la infanta navarra doña Blanca se dijo que la novia salió del tálamo más virgen que lo que entró.

 Las tropas del condestable, el Luna ya lo era, mandadas por su hermano y apoyadas por las del arzobispo de Toledo, le entraron a sus tierras y él contraatacó tomando Alcalá de Henares, pero fue derrotado después a orillas del pequeño río Torote. 

Combatió con gran valor pero, en inferioridad, resultó vencido y estuvo a punto de perecer, pues quedó muy mal herido. Su coraje en aquella nefasta jornada fue elogiado hasta por sus contrarios. Él se retiró de nuevo, convaleciente a sus tierras de Hita y Buitrago, donde se mantuvo hasta el año 1445. 

El poder de los infantes declinaba y, llamado a la concordia de nuevo por Juan II, volvió a combatir a su lado en la definitiva batalla de Olmedo. Allí, con su mesnada, fue pieza clave en la reñida victoria que acabó con el Luna herido, pero con el belicoso infante Enrique de Aragón muerto, por lo que se esfumaron sus pretensiones al trono de Castilla. 

Las satíricas y anónimas, claro, Coplas de la panadera, lo retrataron así en aquel combate: «Con fabla casi extranjera, / armado como francés, / el noble nuevo marqués / su valiente voto diera, / e tan recio acometiera / con los contrarios sin ruego, / que vivas llamas de fuego / paresçió que les pusiera».

Juan II, victorioso, se apoderó de las villas de los infantes, perdonó a los nobles que les habían apoyado, hizo elegir gran maestre de Santiago a don Álvaro de Luna y don Íñigo fue premiado con los títulos de marqués Santillana y conde del Real de Manzanares, títulos que había querido recibir juntos. Sus derechos sobre las tierras en disputa tanto en Asturias y Cantabria como en Madrid y Guadalajara quedaron asegurados y zanjados por el sello real.

Juan Pacheco

Pero las discordias civiles no descansarían en Castilla. El todopoderoso Álvaro de Luna cada vez suscitaba más recelos y enconos y, esta vez, no los encabezaría un infante de Aragón, sino el propio heredero de la Corona, Enrique, bajo la égida de su emergente valido Juan Pacheco, marqués de Villena. La prisión ordenada por el primero de números nobles, entre ellos el íntimo amigo del ahora marqués, el Conde de Alba, primo y gran amigo, le llenó de dolor y encono contra el Luna. Entonces, es cuando escribió, a petición del propio Fernando Álvarez de Toledo, el tratado Bias contra Fortuna que le dedicó. 

Él siguió en Guadalajara y tuvo que volver a combatir para recuperar al fin el castillo de Torija del que se habían apoderado años antes los navarros, pero finalmente la banasta de la paciencia con Álvaro de Luna reventó y apoyó con gran decisión -lo que fue determinante para su éxito- la definitiva conspiración contra el odiado valido, consiguiendo esta vez, aunque no sin muchos sobresaltos, su destitución y después, firmada por el rey Juan II, a cuyo lado había estado durante toda su vida, su ejecución en la plaza de Valladolid el 2 de junio de 1453. 

Su conocida como Doctrinal de validos retrata una supuesta confesión del condestable de sus culpas y excesos.

El rey no tardó en seguir, este por enfermedad, a su valido a la tumba produciéndose la subida al trono de Enrique IV. El marqués de Santillana aparecería por última vez en una campaña guerrera, aunque de escasa enjundia y pocos logros, a su lado en el 1455. Aquel año fue infausto para él, pues se le murió su mujer, Catalina Suárez de Figueroa, con quien se casó siendo ambos, casi y sin casi, unos niños. Otorgó pronto testamento, se retiró, esta vez de manera definitiva a Guadalajara, para ocuparse en exclusiva de sus tierras y sobre todo de sus mecenazgos, lecturas y escritos, dotando a monasterios, engrosando su biblioteca -una de las más importantes de toda época- y rodeado de humanistas, entre ellos, el escritor y poeta Juan de Mena. 

A él debemos el saber que don Íñigo se preocupó y ocupó de estar atento a las novedades que estaban cambiando a la guerra y los ejércitos: «Fue el primero que traxo a este reyno muchos ornamentos e ynsinnias de cavallería, muchos nuevos aparatos de guerra: e non se contentó con traerlos de fuera, mas añadió e emendó en ellos e inventó por sí otras muchas cosas».

Falleció en Guadalajara el 25 de marzo. Sus hijos, en especial Pedro, desde niño orientado a la carrera eclesiástica, convertido en el Gran cardenal, llevaron el linaje a lo más alto, hasta ser considerado durante el reinado de los Reyes Católicos como el Tercer Rey de España.