Julio Collado

Sostiene Pereira

Julio Collado


Desahogo teresiano

10/10/2022

Sostiene Pereira que, una vez acabado el paréntesis de descanso veraniego, vuelve a estas páginas para seguir, con ilusión, garabateando estos comentarios. Ojalá que los pocos o muchos lectores que se acerquen a ellos encuentren una pequeña brizna de interés que les haga seguir acudiendo a esta cita quincenal. La pregunta recurrente que uno se hace a la hora de ponerse a escribir frente a la hoja en blanco del cuaderno escolar o frente a la pantalla del ordenador es de qué hablar y si ello puede interesar a alguien. Con estas mimbres, hay que lidiar siempre por mucho que se haya escrito. Así es que, aprovechando que la fiesta de La Santa está al caer, este primer comentario será una especie de reportaje sobre una de sus manifestaciones más populares y llamativas: la procesión de Santa Teresa de Jesús por las calles de la ciudad. 
Una procesión es un teatro cuyo escenario es la calle y en el que hay actores y espectadores. Ser espectador es lo que ha solido hacer Pereira y muchas veces, mientras contempla el desarrollo de la función, se ha preguntado sobre el porqué de la devoción, el cómo la ejercen los unos y los otros y el papel de la protagonista; en este caso, Teresa de Jesús. ¿Y qué ve el observador  de pie, en la calle, mientras va pasando la comitiva? Ve que a la «Andariega» más famosa del mundo la colocan estática y encumbrada en una alta, emperifollada y deslumbrante peana y la pasean en un desfile entre religioso, civil y militar. Enjoyada y con larga túnica, ella muestra el semblante de una emperatriz algo triste porque, quizás, añore el tacto humilde de su saya. Con orgullo, ellos la alzan y la bambolean y ella, quieta en su estrado, echará de menos su andar peregrino y libre por las calles de Ávila y por las tierras de España con su viejas sandalias y su basto cayado. Las gentes la vitorean, la aplauden y silban los cohetes y la música. 
Ella, mientras tanto, escucha en silencio y medita: «La esposa pobre del Rey no viste seda ni alhajas; no tiene para su amado más que el alma enamorada». Tal vez, desearía bajar al suelo y charlar con la mujer que pide limosna junto al arco de la muralla o hablar de negocios divinos con el señor Obispo que preside hierático la procesión o coger de la mano al niño que se pierde entre el gentío. Mientras mira con sonrisa pícara, sencilla y libre a las mujeres que lucen mantillas y empingorotadas peinetas y a los militares con uniformes de gala y a los encorbatados políticos de risa enlatada, añora sin duda su palomarcico, su casa y su huerta. Porque sabe mucho de la vanidad humana y del postureo. ¿Alguien le pidió su parecer sobre su fiesta? ¿Se festeja a La Santa o, con su pretexto, se lucen públicamente los que la llevan y la traen de allá para acá?
Sostiene Pereira que, alguna vez, mientras contemplaba una de las paradas, soñó con subir hasta el estrado, quitarle el oropel y convocar allí a su amiga Guiomar, a sus confesores amigos y confidentes, Pedro de Alcántara y Juan de la Cruz, para conversar con ellos, tan sabios, sobre lo divino y lo humano. Le pediría a Teresa que les contara sus historias de adolescente coqueta, enamoradiza y rebelde, sus libros de caballerías favoritos, sus peleas con los mandamases abulenses por la fundación de San José, sus penurias físicas y sus noches oscuras del alma y sus muchas dudas. Para reír un rato, le animaría a cantar algún romancillo o alguna de las letrillas que componía para hacer felices a sus «hijas» tomándose con humor la vida; como aquella de los piojos, «la mala gente» que colonizaba el sayal de sus monjas y que comienza así: 
«Santa Teresa:
Hijas, pues tomáis la cruz,tened valor;y a Jesús, que es vuestra luz,pedid favor;
Él os será defensoren trance tal.
Religiosas:
Librad de la mala genteeste sayal...»

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