José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


A vista de pájaro

18/02/2022

Descolgándose desde el nido en el rocoso cortado, la rapaz planea con elegancia, primero sobre cumbres grisáceas, yermas de neveros por la sequía, luego sobre los calcinados restos de pinares y piornales recreciendo abrazados a la ladera, entre los que se entrevén los restos de un castillo que en su día soñose leyenda. Los mugidos del parvo ganado mordiscando la rala vegetación acompañan su silencioso vuelo. A su espalda quedan las altas cumbres del sereno macizo, a su frente, a lo lejos, se divisan los dorados mares de la meseta, donde se encamina.
Tras surcar breves sierras salpicadas de encinares y restos de ancianos poblados arrasados por los siglos, se acerca a una mocha colina, donde un solitario árbol despunta entre los barbechos de cebada. Las pardas tierras se difuminan contra el rosa del atardecer en un cielo límpido de nubes. La rapaz otea en busca de lebratos o topillos, al menos. Una cigüeña vuelve indolente a su nido sobre la espadaña del cercano pueblo, que empieza a iluminar con una guirnalda de mortecinas farolas las cuatro calles cuarteadas de cemento. Solo rivaliza con ellas el resplandor de tres o cuatro ventanas, no más, entre docenas de muros de adobe destartalados. La pared del frontón resuena con ecos de gritos infantiles y verbena de los veraneantes, fantasmas de un estío que ya hace meses que dejó paso a la cotidiana rutina de invernal declive. Un perro se acerca trotando por un camino; la falta de lluvias hace que sus patas levanten pequeñas polvaredas que se lleva una gélida brisa. El silencio es ominoso, tan solo roto por el rumor ocasional de un camión o un coche en la autovía; aunque lejana, su tremor se propaga con facilidad por la llanura. La rapaz se encamina a la carretera y se posa a descansar en una catenaria de cables, mirando el tráfico que se desvía hacia la cabecera de comarca. Antaño altanera y bulliciosa, hoy es solo sombra, sus torres descollando en el atardecer. El casco antiguo mantiene intacta su vetusta dignidad, pese a los insustanciales chalés y bloques de viviendas que lo circundan. El pétreo instituto –antes seminario menor, hoy oficinas de la administración regional– se ha trasladado a un desangelado complejo con polideportivo a las afueras, al menos allí no pasan frío en las mañanas invernales. El Casino, donde olía tabaco del caro y se cerraban ventas de la cosecha, es ahora una sucursal bancaria que desentona con chillones colores y cajero automático en la coqueta plaza que circunda el raído templete de música.
Al caer el sol, antes de retornar a la cima con el buche tan vacío como el paisaje que ha sobrevolado, la rapaz se eleva aprovechando una térmica y vira para echar un breve vistazo a las lejanas luces que anuncian la capital, elegantemente coronada por las torres catedralicias, pero también travestida y desfigurada en un urbanismo caótico y desaforado, cual tumor recrecido sin tratamiento alguno, rematando con breves zonas industriales un pastiche a medio completar. Finalmente vuelve al nido antes de que muera el día. En su retina queda una estampa de tierra también moribunda y que se desvanece, como el fluir del aire entre sus plumas. Cierra los párpados. Castilla y el ave duermen.