Ismael del Peso Jiménez

Los hollines de las llares

Ismael del Peso Jiménez


«Si esta víbora te pica no hay remedio en la botica»

30/01/2023

Aunque parezca increíble, hubo un tiempo en que los pueblos eran pueblos y los niños fueron niños. No tuvieron Internet, pero tuvieron infancia. Épocas ni mejores ni peores. Sencillamente fueron diferentes. Los niños iban solos a la escuela. Si llovía cogían un paraguas y si hacía frío entraban en calor dando una carrera. Los vídeos de Tik Tok se creaban sin moderadores ni control parental y a menudo surgían quitando nidos o cogiendo peces a uñate. Las historias se subían a Instagram dando el heno al 'garapal' de la 'ameal', 'mollicando' las patatas u ordeñando la 'merendera' en la majada. Los grupos de whatsapp los hacían las viejas sentadas en los cotanos hasta que empezaba a caer el relente de la tarde y si hubieran entrado en el Facebook para buscar un perfil, habría sido metiendo el dedo en el culo de las gallinas para ver si habían puesto o si tenían huevo. Aquellas fueron las redes sociales de la infancia. Todos, hasta los más humildes, tenían sus videojuegos. Se llamaban canicas, peones, combas, tabas, arrebanches, bilardas y navajas. 
Nadie concibe en la actualidad que un alumno lleve una navaja al colegio. Probablemente el muchacho terminaría en el despacho de Dirección, con los Servicios Sociales abriendo las puertas del reformatorio y los padres presos en el calabozo. 
Hubo un tiempo en el que todos los niños en los pueblos llevaban navaja. Era un complemento más, igual que para sus padres, como la mochila o el cinturón. En las labores cotidianas del medio rural se hacía imprescindible. 
A finales del siglo XVI, con la prohibición de portar armas (espadas y dagas) al pueblo llano ajeno a la nobleza, la navaja española fabricada por los cuchilleros artesanos de la 'Patriam Nostrum', principalmente en Albacete, se extiende a toda velocidad a lo largo y ancho de la piel de toro. 
Navajas que además de ser utensilios rurales se han engrandecido sus dimensiones y se han dotado de un seguro de palanquilla que evita el cierre involuntario de la hoja, surgiendo un arma plegable con un tamaño mucho más reducido que la espada fácilmente ocultable entre las ropas. Nace la navaja española tan bien representada en la figura de los bandoleros y en cuya hoja podía leerse una inscripción que pasó a la historia y que sería la leyenda determinante en la verdadera razón de ser de aquellas navajas españolas "Si esta víbora te pica, no hay remedio en la botica".
Pero lejos de aquella proliferación de la navaja como arma de defensa personal, entre las gentes del campo se hacen cada vez más populares los modelos más prácticos y funcionales como las famosas navajas cabriteras 'Arias' de 108 Girodias. La navaja por excelencia del hombre del campo. Se tiene constancia de ellas desde 1889, de procedencia originalmente francesa y cuyo nombre nada tiene que ver con medidas de hoja ni peso ni espesor. Girodias fue el apellido del fabricante y 108 el número que corresponde a su registro de marca que iban siempre precedidos de un número seguido del apellido del fabricante. 
Dada la sencillez de su construcción y su polivalencia estas navajas cabriteras se hicieron muy populares en los pueblos. La ligereza de su estructura y la eficacia de su filo consolidaron estas navajas como un útil indispensable para la vida en el campo. Servía para almorzar, para apretar un tornillo, para sacar el cartucho atorado en el ánima de la escopeta, arrancar una espina clavada en la piel… Y un interminable etcétera de aplicaciones. 
El juego de la navaja era sumamente sencillo con unas reglas muy básicas. Es de origen pastoril, como el embrión de nuestro pasado y nuestra historia y las apuestas fueron en sus orígenes jugarse la realización de las tareas propias del campo y la ganadería en las que los niños colaboraban y quizá fueron la mejor escuela. El participante vencido se haría cargo de apartar las hembras borras del rebaño, ordeñar la merendera para deleite de todos, aviar los perros careas...
En suelo medianamente blanco se dibuja un pequeño círculo en la tierra cuya circunferencia define el ámbito y extensión del área de juego. En el centro del círculo se clava un palito fino que hinca en la tierra unos centímetros. Lo suficientemente para que no se caiga y se mantenga erguido. Cada jugador sostiene entre sus dedos la navaja abierta. Todas las tiradas se desarrollan en el interior del círculo siendo descalificado aquel participante que lance la navaja fuera de estos límites. De uno en uno van lanzando la navaja asida por el mago para intentar que caiga dentro del círculo clavando la hoja en el suelo. Después se repite la ronda, esta vez con la navaja cogida por la hoja entre los dedos índice y corazón intentando igualmente hincar la hoja clavada en el suelo dentro del perímetro de la circunferencia. Sucesivamente se incrementa la dificultad lanzando la navaja con la yema del índice, corazón, anular, meñique... Y se hace cada vez más compleja pasando por el dorso de la mano, la palma muy abierta dando el impulso de lanzado con una rápida y decidida sacudida de los dedos… Hasta que sólo queda un vencedor. En cada serie de lanzado se va eliminando aquel aspirante que se ha salido se los límites del círculo o cuya navaja cayó en la zona de juego, pero lejos de clavarse se quedó tumbada. Cuando esto sucede cada uno del resto de jugadores, con su navaja pellizcada por la hoja entre los dedos índice y pulgar, propina un golpecito al palito que descansa erguido en el centro del área y a cada golpecito se hunde un poquito más en la tierra. En función de la maldad de cada jugador los golpes serán más o menos contundentes. El perdedor deberá sacar el palito clavado utilizando únicamente los dientes y posteriormente desempeñar las tareas del vencedor antes de realizar las suyas propias. 
Algo tan funcional y útil en los adultos del medio rural que sirvió de elemento lúdico entre los niños de nuestros pueblos, cuando los pueblos eran pueblos y cuando los niños eran niños. Sin wifi, pero con infancia.
Nota: En la foto, Themis e Isell Mattioli