Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


El mito de la sentimentalidad

22/06/2022

Hay un tipo de anuncios que me desespera. Aunque, bien mirado, me desespera cualquier anuncio de televisión. Pero los de coches me son especialmente antipáticos. Quien más, quien menos se ha planteado alguna vez qué significan, qué mensaje oculto trasladan a los conductores futuros y presentes. Desde aquel famoso de la mano que jugaba con el viento hasta ese último que moderniza una sifonía de Dvorak, todos se manifiestan como imágenes de la emoción. Los coches, en los últimos años, se han convertido en mito, también merced a esos anuncios. No seré yo quien niegue la mitología que adorna a los Aston Martin de 007, capaces de albergar poderes reservados a los diosecillos de las leyendas anglosajonas o la magia de La Historia de los Reyes de Bretaña. Ni siquiera la leyenda de los DMC Delorean que regresaron al futuro. Pero los más breves también son susceptibles de mitocrítica, como nuestros 600, 850, 1500 y otros SEAT que se nos presentan, aún hoy en la calle, evocando nuestra infancia de timidez tecnológica. Tampoco sus anuncios renunciaban a la emoción; pero una emoción de andar por casa, de playa dominguera de familia media. Algo como merendar tigretones o vestir botas Gorila. Los coches de hoy en día extienden nuestras sensaciones más allá de nuestros sentidos: nos dan alas; nos teletransportan; nos confunden entre las montañas y los ríos. Nos miran como fieras que se enfrentan a manadas de cabras o nos intimidan con líneas hechas para romper la barrera del sonido, si los radares no estuvieran tan estratégicamente situados. Roland Barthes tiene un libro, más una colección de artículos breves, del que he entresacado siempre unos cuantos ejemplos sobre mitos contemporáneos. Decía Barthes de los flequillos romanos algunas cuestiones no poco divertidas. Es cierto que a la mayoría de personajes de la Roma antigua los han interpretado siempre actores británicos que tienen de romano lo que un siciliano de pelirrojo rubicundo. Para darles una cierta apariencia, Hollywood presentó la estrategia de peinarlos a todos con flequillo, una suerte de flequillo a lo Augusto de Prima Porta. Con eso, mal que mal, hasta Paul Newman pasaba por latino en El Cáliz de Plata. Entre los mitos de nuestro tiempo está el de la exacerbación de la sentimentalidad, que es como el flequillo de Hollywood: lo convierte todo en bueno y válido. Lo sensible parece bueno porque parece hacerle a uno más humano, como si la esencia del hombre fuese sentir y no razonar. Lo razonable, a día de hoy, no vende un pimiento, pero la factoría Disney se forra el riñón a base de conejitos que hablan y princesas que aman a ogros horrendos, que, en su interior, son bellísimas, créanme. Los anuncios de coche son sólo una muestra de en qué se ha convertido el hombre (y la mujer) del siglo XXI, pasada y olividada la viejísima ilustración, de la que nadie se acuerda. El mito del coche no deja de ser una analogía del resto de nuestras vidas: una expansión sentimental que se encuentra detrás de cualquier manifestación social. La política es visceral, como el fútbol; los humanos se designan por lo que se sienten, más allá de lo que son; los dolores del alma se calman con recetas sensibleras y frases de poetastros de internet... Hay que sentir, sentir mucho, porque pensar es más peligroso y, sobre todo, no vende. Donde esté subirse a un coche con todos los extras que el mercado oferta y dejarse llevar por la emoción de una sinfonía de Dvorak... Menos mal que a uno no le gusta Dvorak y que los coches de 007 tienen unos precios prohibitivos.