Una leyenda sobre las Toras de El Fresno

Julio Corral y Marian Tarazona
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Una expresión del rico catálogo de mascaradas de la provincia de Ávila

Una leyenda sobre las Toras de El Fresno - Foto: Blanca Sánchez Marina

Normalmente, las calles de la pequeña localidad de El Fresno son sinónimo de tranquilidad y calma, pero, aunque las circunstancias de este año lo impiden, normalmente, esto cambia el día de san Antón, cuando centenares de curiosos se acerca a disfrutar de unos misteriosos personajes. Se trata de Las Toras, con las que da comienzo una de las más importantes mascaradas de nuestra provincia.

Sin embargo, y aunque pueda parecerlo, no se trata de una simple festividad propia de los carnavales, ya que, mientras que, en éstos, el objetivo único es la diversión y el jolgorio, las Toras representan una parte del patrimonio cultural que une a los fresneros con sus antepasados y cuyo origen es tan antiguo como el propio ser humano. 

Seguramente el germen de la festividad se remonte al eneolítico, cuando los pobladores establecidos en la zona, y de cuya presencia hay constancia en varios yacimientos arqueológicos, realizaban ceremonias iniciáticas que marcaban el paso de la infancia a la madurez.

De este modo, es fácil imaginar a aquellos primeros humanos reunidos alrededor de una hoguera, similar a la que actualmente permanece ardiendo toda la noche en la plaza del pueblo, esperando la aparición del chamán, caracterizado como un uro, contra el que tendrían que luchar los jóvenes para demostrar su valentía, y a los muchachos vistiendo las pieles del bisonte que habían cazado ese mismo día.

En la actualidad cualquier vecino de El Fresno puede participar en los actos, pero, durante muchos años, este derecho estaba reservado, exclusivamente, a los muchachos que habían terminado sus estudios el año anterior. Los más ancianos recuerdan que, antiguamente, a los niños se les conocía por ser «los hijos de…» hasta el año en que vestían La Tora. Solo entonces, y al igual que ocurría con sus antepasados prehistóricos, se les consideraba adultos, y por tanto, con derecho a tener su propia identidad.

Sin embargo, una tradición arcaica como esta también cuenta con leyendas que dan una explicación más heroica a sus comienzos. Varias son las historias que se han referido al respecto, pero, sin duda, una de las más hermosas nos remonta a la Edad Media y las luchas entre cristianos y musulmanes.

Tendemos a imaginar esa época como un periodo continuado de combates, fruto del odio mutuo entre cristianos y musulmanes, pero, muy al contrario, lo habitual era que la convivencia entre ambas culturas fuera cordial.

Hubo una época en la que la frontera entre las dos regiones se encontraba en las inmediaciones del ya desaparecido pueblo de Los Galindos, muy próximo al anejo de El Merino, y, aunque por aquel entonces, no existía la localidad de El Fresno como la conocemos hoy, varias familias dedicadas a la ganadería vacuna se habían establecido muy cerca, formando una comunidad que, sin llegar a considerarse una mesta propiamente dicha, se ayudaban entre ellos para aprovechar mejor los escasos recursos con los que contaban.

Una de estas cooperaciones se producía cuando los campos del Valle Amblés comenzaban a amarillear. Los hombres dejaban a sus mujeres e hijos en casa y se encaminaban con las vacas y toros hacia las montañas cercanas, donde encontraban pastos frescos con los que alimentar a sus ganados, regresando cuando en las cimas comenzaban a caer las primeras nevadas y los prados reverdecían con las lluvias del otoño. Todavía hoy es posible encontrar, allí donde terminan algunas cañadas, los corrales y las chozas de piedra que usaron los pastores hasta tiempos bastante recientes.

Aconteció un año que, mientras los hombres se hallaban lejos de sus hogares, hubo un avance de las tropas musulmanas, quedando las tierras de estas familias integradas entre las nuevas posesiones de la Taifa de Toledo, y no tardó demasiado en aparecer un emisario del nuevo cadi para informar a los habitantes de la zona de las leyes por las que, a partir de ese momento, se regirían.

Para sorpresa de muchos no había ninguna limitación para que los cristianos continuaran practicando su religión con libertad. Tampoco se les grababa en demasía con impuestos, e, incluso, se vieron sorprendidos con algunas ventajas con las que no habían contado bajo el dominio del rey castellano.

En cambio, sí que se veía a los musulmanes muy preocupados por llevar un control exhaustivo de cuantas propiedades existían en su territorio, exigiendo la realización de un censo de los terrenos y reses que tenía cada uno de sus nuevos súbditos.

Con ayuda de un sacerdote, las mujeres prepararon la relación solicitada, y esperaron a que regresara semanas después el emisario a recogerla. El problema surgió cuando el mensajero pidió que se le fueran mostrando cuantas posesiones se habían inscrito, ya que en aquel momento el ganado se encontraba en las montañas y no había modo de demostrar su existencia.

Comprensivo con las explicaciones que le dieron las mujeres, el representante de caíd les otorgó un periodo de gracia hasta el anochecer del primer día del ramadán, que aquel año coincidía con uno de los primeros días de enero del calendario cristiano. Para entonces, ambas partes suponían que los hombres habrían regresado con las reses al valle, pero fueron advertidas que, si para entonces, los varones no habían bajado con los animales, se consideraría que todas las vacas y toros eran mestencos, que era como se llamaban a las bestias que no tenían dueño conocido.

El día señalado regresó, de nuevo, el emisario, y, como aún no se tenía noticias del regreso de los pastores, ordenó a sus criados que montaran una jaima y esperó paciente en su interior. Las mujeres, desesperadas, rogaron una prórroga en el plazo, pero aquel musulmán se negó a otorgarlo. Permanecería allí, tal y como había prometido, hasta el instante en que no pudiera diferenciarse un hilo blanco de un hilo negro, colocados en el alfeizar de una ventana, pero ni un minuto más.

Llegado el momento fatal, las mujeres vieron como la comitiva comenzaba a desmontar la tienda, y, resignadas, empezaron a imaginar lo difícil que sería aquel invierno habiendo perdido todas las reses vacunas.

Fue entonces cuando a lo lejos se empezaron a escuchar los cencerros, y, con los últimos rayos del sol, las siluetas de las vacas empezaron a dibujarse en la lejanía. Para el administrador del cadí, aquello fue prueba suficiente, y selló el documento que les otorgaba la propiedad de los animales, encaminándose a continuación hacia Ávila, donde podría saciar el hambre del primer día de ayuno.

Las mujeres, con lágrimas en los ojos de felicidad salieron corriendo al encuentro de sus maridos sin poder imaginar que, a quienes encontraron fue a todos los niños de la zona que, con gran picardía, se habían disfrazado con pieles viejas, cornamentas y cencerros, logrando con ello engañar a los musulmanes.

Días después, cuando por fin aparecieron los hombres, fueron informados de la argucia que habían planeado los más mayores pero que había contado con la colaboración de todos los mozos, grandes y pequeños. En el banquete que se celebró en honor a los héroes infantiles, los niños volvieron a caracterizarse  del mismo modo en que lo habían hecho aquel atardecer, y sus padres, felices y orgullosos de la astucia demostrada, les dejaron jugar a embestirles, repitiendo la fiesta año tras año hasta el día de hoy.

No podíamos acabar este repaso por las tradiciones relacionadas con Las Toras, sin hacer una pequeña mención a «la cantacea», una costumbre que, por fortuna, hace ya muchos años que quedó en el olvido, pero que, durante generaciones, formó parte oficiosa de esta festividad.

Surgida como forma de zanjar la enemistad, de antaño, entre dos localidades, los habitantes de El Fresno acordaban con los vecinos de algún pueblo cercano, generalmente con los de Gemuño, y en ocasiones con los de La Colilla, un encuentro en el que se dirimían las disputas surgidas durante el año en una batalla a pedradas. 

A pesar de que estaba permitido el uso de hondas y tirachinas, era extraño que se produjeran lesiones graves, limitándose, en la mayor parte de los casos, a chichones y pequeñas heridas que quedaban compensadas si se lograba la victoria, pues el pueblo que perdía debía de invitar al ganador a todo el aguardiente que pudieran beber sus habitantes.

Me contaba uno de los últimos asistentes a estas luchas, y por aquel entonces tan solo un niño, que fueron varias las veces en las que hizo novillos junto a sus compañeros de la escuela de El Fresno para poder acudir al evento. En una de estas ocasiones, el profesor envió a los muchachos mayores a buscarlos, pero, finalmente, todos se quedaron en «la cantacea», siendo todo el colegio castigado severamente al día siguiente, algo que no les importó en demasía, pues aquel san Antón, la victoria había recaído en los de El Fresno, y durante todo el año podrían pavonearse, henchidos de orgullo frente a los del pueblo derrotado.