Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Luces de Navidad

23/11/2022

Ya han colgado las luces de Navidad. Cuando uno era pequeño, que una vez lo fue, todo comenzaba cuando en la papelería cercana a casa colocaban cuatro tiras de espumillón y algunas figuras de barro de Nacimiento pobretón, pero completo: sus ovejillas entre blanco y amarillo, sus lavanderas de ropa blanquísima, los ángeles igualmente blancos... También por esos días, el Ayuntamiento subía a las calles las luces oficiales, que siempre eran las mismas, confeccionadas con bombillas de alto consumo y bajo presupuesto, porque tenía uno la impresión de que las habían pintado de rojo y azul con dos brochazos. Tres días después, no pocas de ellas se fundían y así quedaban hasta pasado Reyes. Eran a las luces lo que el cartón piedra a la madera o el corchopán a la una pared: una metáfora pobre de la fachada del Corte Inglés. Como normalmente también se instalaban por las fiestas de la Santa, todo el cableado ya estaba puesto y en dos tardes quedaba la ciudad decorada, junto con un pino plantado en mitad del Mercado Chico, cubierto de espumillón y bolas de cristal. Todo ocurría en torno al veintidós. Las vacaciones culminaban el ambiente y los puestecillos de artículos navideños de poca monta que tomaban el Mercado Grande, vendían no más allá de unos petardos, unas barbas blancas y algo de broma para los Inocentes. Si nos quisiéramos poner nostálgicos hablaríamos de los anuncios de la tele que uno quisiera recordar en color, aunque eran en blanco y negro, como si las muñecas de famosa vistieran sus galas japonesas de kimono azul o de colegio bien, rojos y grises... A la vuelta de la esquina están todas estas cosas en la memoria. El trayecto entre el día de Todos los Santos y la Navidad era un erial de colegio y frío que salpicaba sólo el día de la Inmaculada Concepción, donde se adivinaban ya las fiestas. Es verdad; hacía más frío... o no teníamos los abrigos de plumón de ahora y las camisetas térmicas. A veces tiene uno la impresión de que el cambio climático de verdad es el que han traído los edredones, el climalit y el plumón en la ropa de invierno. Oí decir el otro día que las luces de Navidad de hoy en dia no gastan en una hora más que un secador de pelo. Será verdad. Alguien con tiempo se habrá encargado de echar cuentas y tranquilizarnos a todos para que podamos disfrutarlas sin pensar en el alcalde y la corporación municipal cada vez que pagamos los impuestos. Dicen que atraen a la gente a esas calles y que favorecen el consumo. Y también será verdad, pues raro era el año que no nos acercábamos a Madrid a ver las luces de Callao, bajar a Puerta del Sol y dar un paseíto por el mercado navideño de la Plaza Mayor, para imitar la voz de Pepe Isbert buscando desesperadamente a Chencho, bajo la luz de una única estrella de Navidad, hecha también de bombillas incandescentes. Aquella decoración algo cutre y pobre ha desaparecido y no hay razón para echarla de menos. El Belén del Ayuntamiento, en un armatoste de madera vieja y barras de hierro aún recogía cigarros para los ancianos de la Casa de Misericordia, si no recuerdo mal, que se arrojaban, junto con las pesetas y los céntimos, repartido todo, cerca del Misterio. Ya sabemos que estas navidades que vivimos no son las tradicionales católicas, sino esa reinvención anglosajona que celebra el espíritu de la Navidad, lo que quiera que sea eso. Por eso da igual empezarlas un mes antes o uno después. A veces trato de explicar a algunos alumnos de Erasmus que se dejan caer por clase que aquí todo empieza el día de la lotería y ahora, quizá cuando sale su anuncio. No lo entienden. Porque lo de las luces es igual en todo el mundo. Al menos nos queda eso de la lotería para empezar las fiestas el veintidós y no un mes antes, por mucho que no gastemos más allá de la energía de un secador de pelo.