José Guillermo Buenadicha Sánchez

De la rabia y de la idea

José Guillermo Buenadicha Sánchez


Hasta la bandera

18/11/2022

Tengo una morbosa afición desde el inicio de la pandemia: buscar en las páginas de Our World in Data o Worldometers qué países van en cabeza y cómo cambian las posiciones en las tablas de contagios y muertos. Ya hablamos del curiosísimo caso chino, 89 en número de muertos y 105 en el de contagios. Pero a lo que voy, que me disperso: Worldometers tiene también un contador en tiempo real de las personas que hay en el mundo; supongo que basado en fórmulas y estimaciones, no creo que tengan corresponsales en cada hospital, maternidad, choza o arrabal donde dé a luz una mujer. El martes pasado, a eso de las ocho de la mañana, su primer dígito cambió a 8: la población mundial es ya de ocho mil millones de almas. Lo pongo en letra, que en número asusta.
El día en que yo nací no había grandes señales, que le decían al moro Abenámar, pero llegué a un mundo de tres mil quinientos millones de personas. Solo mil millones más de los que había cuando nació mi madre, la saludo, que me estará leyendo. Cuando conocí a mi mujer éramos ya seis mil millones—suerte la mía al haber dado con ella entre tantos—, siete mil millones al cumplir mi hijo pequeño su primer año y, hoy, doce después, ocho mil. La progresión geométrica —menos mal— parece haber dado paso a una lineal, e incluso hay quien pronostica que habrá un máximo en la segunda mitad del siglo tras el cual pasaremos a decrecer.
¿Somos muchos o pocos humanos? Pues para gustos, colores. Los más catastrofistas defienden que hace ya tiempo se superó la capacidad máxima de nuestra especie en el planeta, incapaz de producir al ritmo que hace falta para reemplazar los mínimos recursos necesarios. Otros, en cambio, opinan que nuestro talento tecnológico permite esto y más, y que siempre habrá soluciones, incluso si son irnos a la Luna o más allá en la nave Orión en una de las misiones Artemisa. La población está mal repartida, sí; hay países saturados, faltos de recursos y otros llenos de zonas envejecidas y vacías; no tengo que decirles cuáles. A mí me parece asombroso imaginar el mundo de mis tatarabuelos con diez veces menos personas: ¿de dónde sacaban los seguidores de Instagram o Twitter?
Hoy ya ven, hay gente a patadas. Así es que les aconsejo que mañana sábado lleguen un poco antes para no quedarse sin sitio, no lo dejen para última hora. Ya saben, a las siete de la tarde, en el auditorio de San Francisco, a pesar del frío otoñal. Si se acercan, sabrán qué tienen en común una universidad que llega a la mística a través de la palabra escrita; el representante de un gremio en extinción que vende cada día periódicos y revistas, ¡en papel!; una artista e ilustradora que igual pinta una sierra que un cuento infantil; un policía que escribe — imagínense— novela negra; un bibliotecario que lleva más de un millón de kilómetros a sus espaldas en autobús; un abulense que representa la cultura y el constante apoyo a la misma y por último, una abogada que un día decidió dedicarse a la novela y tres lustros después sigue en ello con gran éxito. Otra gala de premios de «La sombra del ciprés», estimados tres lectores; van siete. ¡Y con setecientos millones más de posibles premiados o asistentes desde la primera, en el 2015!