Carolina Ares

Escrito a tiza

Carolina Ares


Viento del norte

09/05/2021

He perdido a uno de mis pocos lectores, uno de los más importantes y el más crítico. Pero me ha dejado muchas cosas: he heredado una cabeza obsesiva, capaz de enrocarse con cualquier detalle, pero también de buscar la perfección. He heredado la cabezonería, la capacidad de persistir cuando se me mete algo entre ceja y ceja y la virtud de no discutir con quien no voy a llegar a un acuerdo. También me he quedado con la capacidad de tratar con la gente y cómo resolver conflictos. Muchos consejos sobre expresión oral, sobre como hablo en público y lo que tengo que hacer con las manos, que, desde luego, no es moverlas tanto. Pero como soy cabezona, los ignoro.

He heredado veranos de libertad, de paraíso salvaje e inalterable, de costumbres rurales y juegos al aire libre. Un cerezo que no da frutos, eucaliptos centenarios, hortensias inmensas que cada año son de un color y hiedra, que aparece en cualquier parte y que hay que quitar para que no lo invada todo. Los rosales, que han tardado tanto en prender que han llegado tarde. He heredado una manguera, con la que hay que tener cuidado para que no se estrangule y reviente y un montón de consejos de regado: empapar bien la raíz, desde arriba, para que caiga como la lluvia y quede en las hojas, para que después gotee poco a poco y vuelva a mojar la raíz transcurrido un tiempo. A regar a última hora de la tarde, para que no se evapore el agua y a seleccionar los días. He heredado el piar de los pájaros, el rebuzno de los burros, los cencerros y campanos, los mugidos, los ruidos de las aves nocturnas y los ladridos de los perros. Lagartijas, caracoles y babosas que comen albahaca. El sonido de la lluvia o el del viento, del norte y del sur, moviendo los eucaliptos.

Pero también he heredado el sonido de la bomba de agua y todo lo que hay que saber sobre ella (o eso espero): cómo ponerla, el control del flotador, cómo rellenar el pozo si se vacía, dos llaves de paso, saber que no hay que descebar la bomba y cómo solucionarlo si pasa, pero que no pase. Saber hacer cemento. Un montón de chaquetas de punto gordas para salir a la calle. La pasión por los bolos palma, diferenciar cómo se tira al pulgar y a la mano. Cantidad de libros de física, matemáticas, la II Guerra Mundial y novelitas del oeste. Cultura sobre el cine español de los 60 y 70. He heredado el gusto por las palmeras de chocolate y el chocolate con churros inculcado a lo largo de muchos veranos.

He heredado el sentimiento de pertenencia, saber de dónde vengo, el verde corriendo por mis venas. La inmensidad del horizonte inabarcable y el cielo infinito, azul de mar. La libertad de pensamiento, trasmitida a mi madre y a mi tía cuando no siempre era habitual, y alentada durante toda mi vida por todos ellos. Nada de todo esto es nuevo, llevo años disfrutándolo, porque las mejores herencias se inculcan a lo largo de toda una vida y se disfrutan en familia, así cuando llega el momento el mejor legado son los recuerdos que aspiraran a llenar un vacío irremplazable. Y como últimamente acabo con frases de himnos extraoficiales, esta semana toca el cántabro. Mi abuelo era la persona que más podía cantar eso de “tengo la fuerza del viento del norte y esa bravura que viene del mar”. Esto último es lo que espero haber heredado.