Francisco Javier Sancho Fermín

De bien en mejor

Francisco Javier Sancho Fermín


Armando el Belén

02/12/2022

Estos días mi cabeza y mi tiempo están centrados en el montaje de Mundo Belén: un recorrido por los belenes del mundo que desde hace más de una década organizamos en la Universidad de la Mística, y que ya suma más de mil belenes de más de un centenar de países de todo el mundo.
Pero no es de ello que pretendo hablar, sino de todo lo que en mí y en otras muchas personas suscita ese gesto tan sencillo y tan presente en muchos hogares, a la hora de montar el Belén.
Es cierto que se trata de una tradición. Algo que la mayoría hemos aprendido de niños y que, el simple gesto de sacar esas cajas polvorientas, que durante casi un año han reposado escondidas, se despiertan toda una serie de ilusiones y sentimientos que, de una manera positiva alimentan la propia vida, más allá incluso de las propias creencias.
Recuerdo siempre la ilusión con que desde pequeño me disponía a preparar el pequeño Nacimiento en el hall de entrada de la casa. Lo primero era buscar las cajas donde se habían guardado las figuras. No siempre resultaba fácil de encontrarlas y de adivinar donde habían quedado almacenadas. Luego venía el recuento y la reparación y pega de algunos brazos o cabezas que se habían desprendido en el trajín de la Navidad. Una sencilla tarea de reconstrucción que le convertía a uno en una especie de pequeño salvador, despertándose así el orgullo de haber contribuido a reparar algo que parecía no tener solución, liberando esas figuras de un fin inevitable: el cubo de la basura. Y es que esa sensación no dejaba de alimentar de manera inconsciente lo que luego uno tiene que hacer tantas veces en la vida: intentar solucionar situaciones que parecen no tener posibilidades de reparación.
Tras el recuento de las figuras, la ilusión de hacer crecer algo más el pequeño mundo que se iba a organizar: conseguir alguna figurita más y diseñar ese pequeño paraíso donde iban a permanecer durante todas las fiestas navideñas: un río, un desierto, unas rocas, árboles, fuentes, casitas, etc… El juego se dinamizaba con la pretensión de crear un espacio agradable y adaptado a las figuritas. Unos trozos de papel de aluminio o un espejo roto para crear la ilusión de un río o estanque, un poco de serrín para figurar el desierto, piedritas para hacer el camino, ramitas de pino para plantar árboles, y musgo arrancado de las piedras del río para crear un espacio de vida lleno del verde vital. Y uno terminaba asumiendo el papel delicado de crear un espacio habitable, lleno de vitalidad, intentando que fuese lo más parecido a una pradera floreciente y relajante. Más allá de la frialdad de la «play station» y de sus juegos virtuales de competición o destrucción, montar el Belén alimentaba el deseo de forjar un mundo bello, hermoso, lleno de vida e ilusión.
Y, por supuesto, no podían faltar las lucecitas. Cuando uno probaba las cadenas del año anterior, generalmente veía que ya muchas de las lamparitas no funcionaban ni parpadeaban. ¡Había que comprar una nueva! A parte de la fantasía de los colores tililantes, uno imaginaba esas luces como estrellas, como vida latiendo en las casitas de corcho y sobre el musgo aun húmedo. Luces desordenadas pero que parecían dar vida a la creación de la fantasía infantil.
Un lugar especial había que preparar para los protagonistas del Belén: unos trocitos de corteza colocados de manera asimétrica, ayudaban a recrear una cueva que sería el establo que abrigase a los sin techo de entonces; una pequeña familia que buscaba un lugar donde cobijarse y dar a luz una nueva vida: crear algo sencillo pero confortable para los otros, despertaba el deseo de poder ayudar a los demás, especialmente a los que no tenían un espacio donde habitar.
Concluida la obra se comenzaban a colocar todas las figuras: hombres y animales conviviendo juntos en un pequeño paraíso; pastores y ovejas, gallinas y reyes, lavanderas y pescadores… y un rey Herodes posicionado en un lugar estratégico pero separado, haciéndose uno consciente de que el mal existe, pero hay que saberlo colocar en su sitio.
Un sinfín de reflexiones que rondaban por la cabeza del niño de entonces, pero que siguen vivos en el adulto, ayudándole a hacerse consciente de su capacidad de crear, de despertar vida, de hacer del tiempo un espacio de belleza y bondad. Y de que el «belén» podemos crearlo y montarlo siempre, haciendo que la fantasía pueda recrear el presente. 

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