Fernando Romera

El viento en la lumbre

Fernando Romera


Maradona

01/12/2020

Yo vi jugar a Maradona. Y no me gusta el fútbol. Lo recuerdo en la Selección Argentina, en el Barça, en Sevilla y en el Nápoles. Y no he visto muchos partidos en la vida, salvo los más sonados, dígase finales o semifinales de grandes campeonatos. Recuerdo su pierna izquierda burlando entradas, moviendo el balón como si fuera parte de su propio pie. Lo cierto es que, visto ahora con perspectiva, algunas de sus jugadas parecen haber sido creadas con realidad virtual, como si estuviesen programadas para la perfección, como si perteneciesen a la esfera de lo irracional. No entiendo, sin embargo, las reacciones populares tras su muerte; me parecen tan ajenas a la cultura occidental de la muerte, que debe de haber, creo, algo ancestral en la forma de lanzarse a la calle, de hacerse fotografías con el cadáver, de venerarlo, los llantos, los gritos... He flipado con las imágenes de televisión. Es cierto que hoy en día todo es cuestión de perspectiva y, a lo mejor, en lugar de miles de aficionados había cientos y todo se ha amplificado, pero lo dudo. No entiendo qué tiene un jugador de fútbol, por mucha arte que haya en sus botas, para que levante a un pueblo del sofá y lo saque a la calle a llorar como plañideras. Pero, claro, a mí no me gusta el fútbol. Será la pasión del pueblo que creó el Tango a base de música andaluza y africana pero con el cromatismo, eso sí, de las melodías italianas y también con su melancolía. Como para no ser radicalmente distinto en sus sentimientos futbolisticos. Se supone que hemos vivido la muerte de un mito, quienes, por definición, no mueren. Los mitos lo son porque se trasladan a través del tiempo agazapados en historias y relatos, y trascienden generaciones sin que se les pueda buscar sentido alguno más que su propio misterio. Maradona lo era, pero según para quién. No para mí, desde luego. Pero sí para millones de aficionados que vieron en su vida el ascenso y la caída de los semidioses. Un mito, para serlo, no debe ser interpretado, no debe convertirse, siquiera, en un símbolo. Y el argentino pasó por ambas cosas: se quiso hacer de él un símbolo para los niños y jóvenes y se explicó su final a partir de su historia y su vida. Pero, a pesar de todo ello, la gente siguió pasando de puntillas por quienes querían destruirlo a fuerza de compadecerlo. Los mitos no requieren hermenéuticas y, supongo, las reacciones de sus seguidores, tampoco. Existe una mitología específica en nuestro tiempo, pero, una vez que los viejos lugares comunes han caído bajo las fauces de psicólogos, antropólogos, sociólogos y otros eruditos, ya a nadie le sorprende nada. Los viejos duendes, lobos y brujas, que durante la mitad de los siglos que dura nuestra historia fueron fuente de creencias varias y de ritos, pasaron desde hace mucho al terreno pantanoso de lo parapsicológico. Así que hubo que crearlos nuevos, algunos poderosos y divinizados, y otros de andar por casa. Me acuerdo ahora de que R. Barthes hablaba del mito del flequillo de los romanos en las películas de Hollywood. A falta de romanos de verdad, sólo había que peinar con flequillo a un actor cualquiera, a ser posible británico o norteamericano de viejo cuño, para que, por arte de lo mítico, pasara a ser un Calígula o un Nerón. Este sería uno de esos mitos de andar por casa, de creer en el día a día, como la Fuerza de Star Wars o la realidad virtual de Matrix. Luego quedan los otros, los que pasarán a lo largo de los años y se contarán a los niños. Si Maradona, o su doble mitológico, superan la prueba, dentro de mucho se recordará casi como a un mago. Si prosperan -que lo harán- los programas varios en los que tratar sus miserias y sus glorias, de aquí a dos décadas nadie se acordará de él. Nuestro tiempo no es muy amigo de mitos, aunque sí de iconos. Estos últimos son sólo imágenes, caricaturas que el tiempo borra y que pueden ser reemplazados por el siguiente. No somos hoy en día muy amigos de lo permanente. Es muy probable que, pasado el tiempo, cuando se redescubran las imágenes de estos días, todo quede como una anécdota más en la historia del fútbol. A no ser que, como en los viejos cuentos, Maradona se esconda tras de alguna historia popular, contada por los abuelos a sus nietos, fabulada quizás. De lo contrario, descanse en paz el futbolista.