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Agencias
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Un año después del derrumbe de un edificio de fábricas en Bangladesh, que mató a más de 1.100 personas, las víctimas tratan de recuperar sus vidas, trastocadas por la tragedia

Building collapse aftermath - Foto: ABIR ABDULLAH

 
 
El 24 de abril de 2013, Pakhi Begum estuvo a punto de morir. Aquel día trabajaba con una máquina de coser en la quinta planta del Rana Plaza, cerca de la capital de Bangladesh, Dacca, cuando el edificio de hormigón se derrumbó como un castillo de naipes. 
Begum y miles de empleados más quedaron sepultados bajo los escombros del inmueble, que albergaba varios talleres textiles. Fue el peor accidente ocurrido en un complejo de fábricas en el país y en él murieron más de 1.100 personas. La mayoría de las víctimas eran mujeres, que trabajaban en cinco fábricas cosiendo ropa, principalmente para Europa y Estados Unidos. En los días, semanas y meses tras el siniestro, compañeras indignadas de los fallecidos salieron a las calles para exigir que se castigara a los culpables. «Deténganlos», «Cuélguenlos», gritaban. 
Miles de firmas textiles se vieron obligadas a cerrar varias veces por las protestas. Manifestantes enojados provocaron incendios, destruyeron vehículos y bloquearon carreteras. Muchos empleados temieron por su propia vida, pues la catástrofe no fue, ni de lejos, la única en Bangladesh, donde son frecuentes los accidentes y los incendios por falta de controles de seguridad. 
Begum aguantó tres días en medio de la oscuridad, mientras los equipos de rescate se abrían camino hacia ella. La joven, de 30 años, sobrevivió, pero perdió las piernas. Ahora vive con su familia en Narail, en el sur, muy lejos de Savar, su antiguo lugar de trabajo cerca de Dacca, donde tenía su vida. «Aquí no tengo nada que decir, ya que mis hermanos me han acogido y se hacen cargo de mí», explica. 
Begum está entre los damnificados que recibieron una indemnización especial por parte del Gobierno: 1,2 millones de taka, unos 11.000 euros. Pero el dinero ha enfrentado a su familia. Su marido, Jahangir Alam, vive con las dos hijas de ambos en la Khulna, a unos 70 kilómetros de distancia. 
Los hermanos de su esposa quieren conseguir la indemnización, afirma Alam. «Solo puedo visitar a mi mujer raras veces durante el día. No puedo quedarme de noche, porque amenazan con matarme», indica. Pero Begum se resiste a las presiones y solo les da a sus hermanos 93 euros al mes, para pagar su tratamiento médico y su sustento. 
Rubi Akhtar, que perdió a su marido en el accidente, ya ha cedido. «Mi suegro me quitó 200.000 de los 300.000 taka que me entregó la primera ministra tras el derrumbe», denuncia. Ahora, su familia política quiere quitarle a su hija, de dos años y medio. «La ayuda del Gobierno casi se terminó, necesito más ayuda», pide. 
En la mayor parte de los casos los damnificados no pueden volver a trabajar en empresas textiles, pues sufren fuertes traumas. A Mosharraf Hossain todavía le tortura el recuerdo del pilar de hormigón que se derrumbó sobre él. «Cuando estoy solo siento que algo cae sobre mí. No puedo pensar en volver a trabajar en una fábrica», cuenta a sus 29 años. 
Entre tanto, la industria textil sigue creciendo y supone casi el 80 por ciento de las exportaciones del país. «Por suerte», según un diplomático de Dacca. «Un boicot sería una catástrofe para Bangladesh, pues cuatro millones de empleos dependen de ella, sobre todo mujeres», asevera.